domingo, 21 de diciembre de 2014

Al lector desconocido


El cemento, de Fedor Gladkov, es una novela clásica soviética que, posiblemente, influyera en César Vallejo a la hora de escribir El tungsteno. Traducida al español a finales de los años veinte, fue presentada en la editorial Cénit por Julio Álvarez del Vayo.
Un intelectual, personaje episódico en la obra, asegura que “el destino de todos los libros es el de ser prisiones para el pensamiento” y que todos ellos “rompen la libertad humana”, para preguntarse si no es verdad que “todas esas hileras de ellos parecen barrotes de hierro”. A continuación, y con pleno convencimiento leninista, su interlocutor comenta: “Yo creo que la verdadera libertad no está más que en la adhesión creadora de nuestra voluntad a la dialéctica de la necesidad. El hombre es inmortal en el dinamismo de la creación colectiva”.
En la misma página, hacia el ángulo inferior izquierdo, mi ejemplar ─adquirido en una librería anticuaria─ lleva una gota de cera. Algún lector, en épocas en las que la dificultad se vencía con esperanza y entusiasmo, sin duda descifró línea a línea el libro a la luz de una vela, como Marcel Proust en la primera línea de su tiempo perdido.
Durante los primeros años de la postguerra española, mi abuelo empezaba su lectura diaria a las cuatro o las cinco de la mañana. Leía libros encontrados en los puestos callejeros, algunos superados ya por los conocimientos modernos, otros referidos a saberes mecánicos o administrativos muy alejados de sus reales intereses, muchos leídos ya antes, cuando la vida era normal y sin venganzas. Había restricciones eléctricas y se afirmaba libre a la luz de una vela.
Me imagino al desconocido lector de mi ejemplar de El cemento leyéndolo, en la España de los años cuarenta, sumergido cómplice de la madrugada, con el libro entre las manos y a la luz sombreada de una vela de cera. No se debía a que la adhesión voluntaria a la necesidad crease a libertad sino, por el contrario, ésta surgía de la negación de lo necesario por obligado. Frente a la seguridad que la anulación de la propia personalidad proporcionaba, mi abuelo y el lector desconocido ejercían su libertad con la lectura a la hora en que, entonces, no llegaba lechero alguno. Su esfuerzo imponiéndose por encima de los inconvenientes, del silencio, de la uniformidad, del ocultamiento y de las sombras temblorosas de una luz inestable transformaba miedo y vergüenza en afirmación casi heroica. No creo que los libros rompan la libertad humana, por el contrario, incitan a obtenerla, incluso por el mero acto de la lectura. El muro de las estanterías no encierra, protege, libera y abre las puertas y ventanas de la individualidad.
Los personajes de Gladkov no sabían aún a lo que conducirían los grandes movimientos sociales que estaban viviendo, como nosotros aún ignoramos a dónde nos conducirán las máquinas intermediarias del conocimiento que ahora manejamos. Hay quienes creen, incluso, que en estas máquinas reside el saber. Me temo que en ellas pudiera sólo residir el poder.
Aquel lector desconocido, leyendo de madrugada a la luz de una vela, venciendo al miedo y a las dificultades, defendía decididamente su libertad. La gota de cera, hacia el ángulo inferior izquierdo de la página 144, es su mejor monumento.



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