martes, 23 de diciembre de 2014

La pasión hecha texto


      Es verdad que la pasión es apasionada. Es también harto peligrosa y traicionera, porque si puede aportar grandes satisfacciones, también resulta dolorosa y motiva el llanto. Y es que con pasión pueden vivirse incluso el sentimiento y la aventura más dolorosos. El año 2000 publiqué ―perdónenme la autocita― un libro sobre la novela simbolista que titulé La pasión del desánimo, porque entendí que incluso el convencimiento enfermizo de la decadencia puede vivirse con absoluta entrega. 
     Podríamos pensar que, si algo no puede encerrarse en una metodología de análisis es la pasión. ¿Cómo contener lo que, por esencia, no puede sufrir contención alguna? ¿Imaginamos, acaso, que alguien pudiera decirle a otra persona: “―Estoy apasionado por ti, pero dentro de un orden”? ¿Qué pasión sería ésa? ¿Qué pérdida de límites? ¿Qué entrega total?
     La pasión no es fácilmente controlable, pero sí describible y explicable. Porque la pasión, que es según el diccionario es lo contrario de la acción, se manifiesta y, como manifestación, se convierte en actos, gestos, signos. La pasión, por lo tanto, se convierte en enunciado. Enunciamos la pasión. Pero es que acción y pasión son contrarios, pero no contradictorios. Por eso, la pasión no es la acción, pero puede manifestarse en actos.
     Si la pasión puede ser para el contemplador un efecto de sentido que produce la lectura de determinadas acciones, posee distintos niveles de significación. Es decir, la frase (entendida semióticamente como conjunto de signos que basta para formar sentido), la frase pasional. puede verse en sí misma o ya considerada en sus relaciones contextuales, estableciéndose por encima del significado y de la significación, considerada en su valor (en el sentido saussuriano) y dando pie al estudio sociológico o antropológico.
     Empezando por el principio, diremos que históricamente la pasión puede entenderse como un estado de ánimo que se caracteriza por la confusión intelectual. Esa confusión altera sin duda la personalidad, interesando, por tanto, a la psicología y al psicoanálisis. Confusión y personalidad alterada afectan a las relaciones entre los individuos. Podemos, pues, recurrir para comprenderlas, como he dicho, a la sociología y a la antropología cuando constituyen comportamientos prototípicos. Más allá del pensamiento confuso o de la acción, es posible contemplar el discurso de las pasiones, su narratividad. La pasión, al manifestarse como cadena de signos, recurre a elementos significativos muy reconocibles culturalmente y, por ello, ligados a épocas determinadas, geografías más o menos precisas, jerarquías y usos sociales.
     La mayor parte de los signos de la frase pasional tienen carácter no verbal, pero del mismo modo que si fuesen palabras, están ligados a un idioma gestual tan limitado o tan abierto como cualquier lengua. De ahí que, a través de Greimas, la semiótica haya considerado el estudio de las pasiones como cadena sígnica. La particularidad de la pasión es que la acción significativa responde a un deseo del sujeto y, más que a un deseo, a una conmoción. De modo que, lo que el contemplador interpreta claramente pudiera resultar inconexo y confuso para el emisor. Luego, si el sujeto busca hacer creer para conseguir hacer hacer, el contemplador puede o no hacer pero, en cualquier caso, lo que cree no es exactamente lo que el sujeto creía. La semiótica de las pasiones, pues, es una semiótica de la incomprensión.
     Dicho de otra forma, si en un complejo actancial distinguimos entre un sujeto-agente y un sujeto-paciente, en el caso de las pasiones agente y paciente pueden inscribirse en el mismo actante, porque el mismo que ejecuta la acción la sufre. De ahí que Greimas afirme que los estados pasionales pueden interpretarse dentro de un sistema de reconocimiento como modelos de previsibilidad.
     Es imposible separar el estudio de las pasiones de la preocupación por el cuerpo y de las teorías del movimiento y la representación. Importa para la pintura y el teatro. En ambos casos, además, la dificultad de representar las pasiones extremas conduce a la representación del ver la pasión, como explicó en su día Omar Calabrese.
     Textualizar la pasión, es decir, considerarla como enunciado, significa introducirla en la dialéctica temporal ineludible para toda teoría comunicativa seria. Porque el presente de los signos exige el pasado de una codificación y el futuro de la significación. Esa temporalidad supera la falsa agitación del cuadrado semiótico greimasiano que articula querer, deber, poder y saber. El querer niega el saber, anula el deber y busca convertirse en un poder futurible.
     Hay, pues, mucha tela que cortar cuando nos enfrentamos con las pasiones. Lo importante es saber si conocemos algo más de la pasión que el discurso a que da lugar y, por ello, si conocemos algo más de la pasión que no sea la ficción, el parecer, ya que para nosotros como sujetos no viene a ser sino confusión. Incluso el psicoanálisis busca penetrar en nosotros a través del discurso que elaboramos. Un discurso, pues, que nos sodomiza.

lunes, 22 de diciembre de 2014

Experiencia y literatura

Permítanme que incluya una página de una novela que fue uno de los grandes éxitos internacionales de venta, una novela publicada en lengua alemana el año 1939: Hotel Shanghai, de Vicki Baum.

La existencia de los hombres de nuestra época es muy singular; en esta era, las convulsiones, las perplejidades, la inestabilidad convulsionan todo. Una red sanguinolenta de guerras y de revoluciones se ha extendido por la tierra y miles de seres se ven mezclados y encuentran una muerte cruel. Millones en la guerra mundial. Centenares de miles en la revolución rusa; otros millones en las luchas entre Chang Kai Chek y los comunistas chinos. Millones perecen por las inundaciones, las penurias  y las epidemias en los países vencidos. ¡Cuántas vidas de hombres perdidas en Abisinia, en España, en Manchuria! ¿Cuántos han muerto en las cárceles alemanas, italianas, rusas, japonesas? ¿A cuántos se ha matado, cuántos indeseables simplemente han desaparecido, cuántos, temerosos de vivir, se han suicidado, sin hablar de los que mueren de hambre en los países civilizados y humanos, que mueren de hambre en la calle? Es una época de catástrofes y tal vez de regeneración. No existe una familia o un individuo que no hayan padecido una atroz y gran aventura.
Pero ved a estos hombres que fueron héroes o mártires, que atravesaron un infierno imposible de describir, viven, comen, duermen, telefonean, pagan a la lavandera, integrados en el engranaje de las ciento operaciones irrisorias de la vida cotidiana; pierden el autobús, ofrecen un cigarrillo a su patrón, mantienen unas modestas y temerosas cuentas bancarias, se acatarran y se disgustan por ello; bailan el fox-trott y canturrean las canciones de moda, conocen a gente y dicen tonterías, se suscriben a los periódicos y se olvidan en casa el pañuelo, ven cómo sube su salario y contratan seguros de vida, compran impermeables, se acuestan con mujeres y crían a los niños, -son al fin y al cabo hombres, y nada es tan grande ni tan terrible que no pueda olvidarse en beneficio de pequeñas alegría y pequeños dolores, que acaban siendo más importantes que las luchas de gran mortandad por un mundo en gestación. [...] La facultad de olvidar es la bendición más importante que se sea otorgada y, de ordinario, nos es entregada como elemento propio, como hogar para nuestra alma.

No es la observación de Vicki Baum totalmente original. Cervantes lo había resumido diciendo que no es bueno que el arco esté siempre tenso, pero la novelista alemana la hace muy sugerente desde el punto de vista narrativo. Ya no es una máxima ética, sino un argumento novelesco. Y en él vemos, no ya la deducción de una experiencia, sino su latir.
Cuándo llegamos a conocer a una de las personas a las que se refiere la página de Hotel Shanghai, ¿con cuál nos enfrentamos, con la que padeció o con la que vive? Más aún, ¿sabemos por la que ahora encontramos cómo fue su vida anterior? Pongámosle nombre. Lo tomamos de la propia novela. Frank. Helen. Chang. Endo. Cualquiera de ellos. ¿Qué significan? Si cada uno de ellos es un signo y, como tal, adquiere valores representativos, ¿qué representan, qué significan? ¿Un presente? ¿Un pasado? ¿El estar o el ser? ¿El ser o el haber sido? Se me dirá que el ser en virtud de un haber sido, pero eso, lingüísticamente, rompe la sincronía imprescindible para el análisis.
En el análisis lingüístico, el pasado fonético o semántico de una palabra resulta irrelevante. Importará para la historia de la lengua, pero no para la comprensión que siempre se hace sobre un estrato sincrónico. Así, cuando nos enfrentamos con una frase como "Era una mujer espantosa", estamos seguros de que el adjetivo tiene un valor negativo, despectivo. Sin embargo, no era esa su significación en el siglo XVII, sino prácticamente la contraria. La lengua portuguesa ofrece ahí uno de sus falsos amigos con respecto a la española.
Ahora bien, para el mejor entendimiento de la vida cotidiana, nuestra experiencia nos dice que la sincronía no basta.
“Tu calle ya no es tu calle / que es una calle cualquiera / camino de cualquier parte”. Así dice la soleá de Manuel Machado. La calle fue, pero ya no es y, sin embargo, sigue siéndola porque la mozuela, muy probablemente, allí continúa viviendo cuando el enamorado la rechaza.
Deberían quedar en las palabras como en los rostros las arrugas que marcan el paso de los años y de las experiencias. Pero si quedan esas huellas, sólo los especialistas son capaces de ordenarlas.
El fluir de la vida, aunque deja huella, no se fija en ella. De ahí la importancia del texto, pero también su miseria. Significa sin significar. O porque significa deja de hacerlo. Y, en cualquier caso, sólo lo hace si el receptor es capaz de atender los distintos niveles por los que la significación se distribuye. En esa incapacidad del lenguaje, de cada lenguaje, se asienta la importancia de la semiótica.

domingo, 21 de diciembre de 2014

El obispo desconocido


      Llegar a ser obispo y seguir siendo desconocido, como un soldado, parece una ironía del destino. El enterrado en la catedral de Orense me contestaría que basta con que Dios lo sepa y éste, sin la menor duda, lo sabe.
      Pero sucede que, si no lo supiera es que no es Dios y, entonces, ya todo da igual porque el obispo le habría entregado su vida a una entelequia.
      Puede uno preguntarse si importa ser o no conocido, si lo único que importan son las obras. En el caso del obispo las obras de los demás: los autores del enterramiento. El trabajo espléndido del escultor llamado para que el obispo desconocido fuera un desconocido conocido.
      Pero el abandono absoluto de uno mismo no es sino ejercicio ascético probablemente enfermizo. ¿Fue Antonio Machado un asceta enfermizo? Sin duda no fue obispo pero sí conocido. Ahora bien, a lo que iba es que si el ascetismo busca el olvido de uno mismo, es una aspiración a ser desconocido, por lo que un monumento funerario que busca subrayar la personalidad del difunto viene a ser una contradicción.
      Nuestro obispo enterrado en la catedral de Orense tuvo que ser un pecador. Su condena le acompaña a lo largo de la muerte hasta la destrucción absoluta del templo: la ontradicción de ser conocido como desconocido.

Al lector desconocido


El cemento, de Fedor Gladkov, es una novela clásica soviética que, posiblemente, influyera en César Vallejo a la hora de escribir El tungsteno. Traducida al español a finales de los años veinte, fue presentada en la editorial Cénit por Julio Álvarez del Vayo.
Un intelectual, personaje episódico en la obra, asegura que “el destino de todos los libros es el de ser prisiones para el pensamiento” y que todos ellos “rompen la libertad humana”, para preguntarse si no es verdad que “todas esas hileras de ellos parecen barrotes de hierro”. A continuación, y con pleno convencimiento leninista, su interlocutor comenta: “Yo creo que la verdadera libertad no está más que en la adhesión creadora de nuestra voluntad a la dialéctica de la necesidad. El hombre es inmortal en el dinamismo de la creación colectiva”.
En la misma página, hacia el ángulo inferior izquierdo, mi ejemplar ─adquirido en una librería anticuaria─ lleva una gota de cera. Algún lector, en épocas en las que la dificultad se vencía con esperanza y entusiasmo, sin duda descifró línea a línea el libro a la luz de una vela, como Marcel Proust en la primera línea de su tiempo perdido.
Durante los primeros años de la postguerra española, mi abuelo empezaba su lectura diaria a las cuatro o las cinco de la mañana. Leía libros encontrados en los puestos callejeros, algunos superados ya por los conocimientos modernos, otros referidos a saberes mecánicos o administrativos muy alejados de sus reales intereses, muchos leídos ya antes, cuando la vida era normal y sin venganzas. Había restricciones eléctricas y se afirmaba libre a la luz de una vela.
Me imagino al desconocido lector de mi ejemplar de El cemento leyéndolo, en la España de los años cuarenta, sumergido cómplice de la madrugada, con el libro entre las manos y a la luz sombreada de una vela de cera. No se debía a que la adhesión voluntaria a la necesidad crease a libertad sino, por el contrario, ésta surgía de la negación de lo necesario por obligado. Frente a la seguridad que la anulación de la propia personalidad proporcionaba, mi abuelo y el lector desconocido ejercían su libertad con la lectura a la hora en que, entonces, no llegaba lechero alguno. Su esfuerzo imponiéndose por encima de los inconvenientes, del silencio, de la uniformidad, del ocultamiento y de las sombras temblorosas de una luz inestable transformaba miedo y vergüenza en afirmación casi heroica. No creo que los libros rompan la libertad humana, por el contrario, incitan a obtenerla, incluso por el mero acto de la lectura. El muro de las estanterías no encierra, protege, libera y abre las puertas y ventanas de la individualidad.
Los personajes de Gladkov no sabían aún a lo que conducirían los grandes movimientos sociales que estaban viviendo, como nosotros aún ignoramos a dónde nos conducirán las máquinas intermediarias del conocimiento que ahora manejamos. Hay quienes creen, incluso, que en estas máquinas reside el saber. Me temo que en ellas pudiera sólo residir el poder.
Aquel lector desconocido, leyendo de madrugada a la luz de una vela, venciendo al miedo y a las dificultades, defendía decididamente su libertad. La gota de cera, hacia el ángulo inferior izquierdo de la página 144, es su mejor monumento.