lunes, 23 de noviembre de 2015

Juan Gómez Macías, pintor en la Bahía

Cada uno cuenta la feria según le fue en ella y la vida no es sino una gavilla de recuerdos incapaz de despejar la realidad. Por eso, cuando echamos la vista atrás, no percibimos las páginas vivas de un manual de historia animado, como si de una película de cine se tratase, sino algunos celajes de impresiones que sostuvo la memoria a la manera del papel pintado puesto de fondo en un belén. Y uno, entonces, se reconoce como cualquiera de las pequeñas figuritas de barro que carecen de nombre.
Mi padre, paseando por el campo seco y amarillo de Jimena, entre el monótono canto de las cigarras y el huir de las lagartijas, me contaba en ocasiones anécdotas de Gabriel Baldrich en el hospital de guerra de Alicante, en 1937. Juntos habían acudido al Ateneo para conversar con Miguel Hernández. Paladeaba yo mejor el recuerdo de los días pasados en la playa de la bahía algecireña. Y él recitaba entonces un soneto de José Luis Cano: “Ligeros, amorosos, sibilinos / aires del sur que al viento desnudáis / vuestros dorados labios ambarinos…”. Por la tarde, le veía cómo tomaba café con un jovencísimo guardia civil, José Riquelme, que escondía en el tricornio un librito de poesía de la colección Adonáis.
Al atravesar la plaza del mercado de Eduardo Torroja, cuya cúpula valientemente lanzada bendecía los alimentos que vamos a tomar, me explicaba que por allí naciera Adolfo Sánchez Vázquez, el principal filósofo marxista español, quien embarcase en Sète, sintomáticamente el pueblo francés donde Paul Valéry escribiera “El Cementerio Marino”, junto a Pedro Garfias, Juan Rejano y tantos otros españoles leales a la República, en el famoso viaje hacia el exilio del barco Sinaia. Desde México enviaba poemas tremendos de rabia y decisión: “Al dolor del destierro condenados / —la raíz en la tierra que perdimos— con el dolor humano nos medimos, / que no hay mejor medida, desterrados”.
En La Línea, donde acudíamos a buscar en la librería Tavera libros prohibidos  y llegados a través de Gibraltar, me comentaba el entusiasmo de Ángel María de Lera, pues en la falda de la colina de Jimena, por donde habíamos paseado, creyó quemar mi padre sus últimas banderas. En Tavera hojeamos cierta tarde una revista que hacía, con entrega y devoción, el recién fallecido Manuel Fernández Mota.
Habría sin duda más nombres. No lo dudo. Creo recordar a un maestro de escuela murciano, que venía al bar de mi abuelo para leer a mi padre algunos poemas sociales. Habría más nombre, digo, pero los celajes de mi memoria no dibujan otro fondo para el nacimiento. Yo sentía que la cultura, y sobre todo la poesía, pertenecían al mismo mundo que en mi casa madrileña se respiraba. Pertenecía al aire de lo clandestino.
Un día mi papel pintado fue recibiendo más estrellas. Unas fueron estrellas fugaces, pero otras permanecieron fijadas para siempre. Surgieron todas ellas dela centralidad del margen. No es cuestión ahora de citar nombres que quitarían resplandor a la estrella más generosa. Todos ellos saben aquí implícitos. Había un pequeño mundo bullendo, de Tarifa a Algeciras, de San Roque a Gibraltar, de Jimena a Palmones.
Un mundo de libros y de pinturas, de relatos y poemas, de escenarios y músicas. Pequeño, pero fuerte. Intenso y silencioso, pero no encerrado en sí mismo, sino a la vez clausurado en la voz baja y abierto al mundo. Iba y venía en el ferry, cruzaba el monte a caballo, tendía la mano a los huidos, paseaba la orilla, jugaba sobre dos continentes y cuatro lenguas.

Y sosteniéndolo todo, entregando su voz al mundo, luz al ciego, tacto al mano, pensamiento al lerdo, decisión al indeciso, verdad al errado y conciencia al dormido; dando belleza a todos, extrayéndola de la clandestinidad, como un atlante, en cada mano una columna, estaba, está y permanece, Juan Gómez Macías. El pintor. El poeta.

Que sepa que ha tenido y tiene la razón.

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