sábado, 31 de enero de 2015

San Jerónimo y los caminos de China



Para María Teresa Gallego Urrutia,
excelente traductora y compañera de juegos

“La idea de un ensayo que hubiera llevado como título: De la eminente dignidad de los traductores en la República de las Letras parece, a primera vista, seductora”. Y sigue el autor de la frase: “Se percibe de entrada el paralelo, que podría conducirse con mayor o menor habilidad, con el sermón de Bossuet sobre la eminente dignidad de los pobres en la Iglesia”. Desde 1929, Valéry Larbaud, a quien pertenecen las citas anteriores, fue publicando artículos sobre el oficio de traductor y, en 1945, salió de imprenta un librito de cincuenta y ocho páginas titulado Sous l’invocation de Saint Jérôme (Bajo la invocación de San Jerónimo), santo al que se considera patrono de los traductores. La existencia de un refugio celeste para los posibles acusados de traición (ya se sabe: traductor, traidor) siempre me ha parecido que califica a los practicantes del oficio como altamente precavidos. No estoy seguro, sin embargo, de que San Jerónimo contemple, dada la cortedad de su vista, según los pintores que de él se ocuparon, a todos cuantos pudieran necesitar de su ayuda. Veámoslo.

El novelista Juan Valera tuvo un hijo, también diplomático, Luis, que en 1900, en plena guerra con los boxers fue destinado a Pekín como Secretario de Embajada, para ayudar al Embajador de España, que condujo solo la legación durante los famosos 55 días y que fue decano del cuerpo diplomático extranjero en China (pese a su mínima presencia en la famosa película estadounidense).
Luis Valera escribió un libro sobre su experiencia, cuyo título no le produjo grandes quebraderos de cabeza: Sombras chinescas. Recuerdos de un viaje al celeste imperio. Es difícil colocar más tópicos en tan pocas palabras, pero el hijo no aprendió mucho como escritor de su padre. Describe, en un momento de su narración, el dificultoso viaje en carreta de mulas desde Tungchao a la capital china dentro de una expedición del ejército francés. Con el suelo embarrado, los vehículos avanzaban trabajosamente, lo que explica, aunque no justifica, las numerosas blasfemias que proferían los conductores, quienes: “hacían restallar sus látigos, apaleaban sin piedad a las mulas y les gritaban: ¡hue! ¡hue! o ¡diá! ¡diá!”. Explica acertadamente el narrador que así se dice en francés ¡arre!, distinguiendo, con mayor precisión que los carreteros españoles, si las caballerías deben avanzar hacia la derecha o hacia la izquierda. Y comenta: “Pero daba la maldita casualidad de que (cosa que no supimos los franceses ni yo hasta mucho más tarde) el mencionado ¡hue! es la voz china para decir precisamente todo lo contrario, o sea ¡só!, en castellano de carreteros. Las pobres mulas chinas, por falta de intérprete que les tradujera el pensamiento de aquellos conductores [...] se volvían tarumbas con los palos recibidos para que anduviesen y los gritos que les mandaban quedarse quietas, [...] y acababan por tumbarse y revolcarse pateando, rotos los tirantes, riendas y colleras y rotos y volcados también los vehículos”.
No parece necesario decir mucho más para comprender la importancia de los buenos y oportunos traductores. Además, en este período globalizador, conviene reclamar la extraordinaria importancia de que los Estados organicen sin falta un cuerpo oficial de traductores animales. También resultaría oportuno facilitar a San Jerónimo la asistencia precisa para que, aligerado de otras tareas, pudiera amparar también a esos nuevos profesionales.
De no hacerse así, seguiremos asistiendo a la rebelión de las mulas en los caminos de China y en algunos despachos.

domingo, 25 de enero de 2015

Jesús González Requena al descubierto


Conocí a Jesús González Requena en 1977, cuando le invité a un seminario sobre lingüística cinematográfica, en Cáceres. Yo era entonces un joven catedrático entusiasta y, como se decía entonces, whith it, es decir, en el ajo, al tanto de lo que se cocía en los ambientes de la investigación y de la escritura. La inspiración de mi trabajo era la semiótica de raíz franco-italiana, y por eso convoqué a aquella pequeña ciudad de provincias que recién estrenaba universidad, a Francesco Casetti, Jenaro Talens, Roger Odin, Vicente Molina Foix, Francisco Llinás y tal vez a alguien más que ahora mismo no recuerdo. El seminario fue un éxito, pues un público animoso acudió a escuchar nuestras sesudas y, a la vez, distendidas conferencias, pese a que algunas se pronunciaran en francés o italiano. Fueron aquellos días síntoma de que algo estaba cambiando en el país, como todavía recuerda Casetti, desde su hace poco estrenada cátedra de Harvard. Todos, menos uno, fuimos junto a una botella de cava a ver una película musical. Francisco Llinás me había pedido que invitase a un joven a punto de licenciarse que trabajaba con él y del que esperaba mucho. Ese joven recomendado por Llinás, que no vino al cine con todos (según él porque debió de quedarse repasando su intervención del día siguiente), era Jesús González Requena.
Pueden los historiadores y biógrafos apuntar el dato, porque la formación semiótica de la mayoría de los integrantes de ese grupo cacereño explica muchos de sus planteamientos actuales. Probablemente porque la semiótica no es tanto un método de análisis como un concepto del mundo, o una forma de contemplarlo. Algunos pensaron que nuestro interés por el cine se debía a que resultaba más novedoso que estudiar las obras literarias, o a que cargaba con menor bibliografía crítica y teórica. Pero la verdad es que nos interesaba porque ofrecía una contemplación distinta del mundo, con una parcelación diferente de la realidad. Pero casi todos nosotros sabíamos que era imposible dejar a un lado la literatura y, sobre todo, que la materia de estudio eran los textos, cualesquiera que éstos fuesen. Sobre todo aquellos que ofrecían mayor campo de reflexión sobre el problema de la significación y, por ende, del entendimiento de la realidad.  

La distinción entre lo real y la realidad, que yo he expresado en mis escritos como diferencia entre la naturaleza y la realidad (no inocentemente una antología de mi poesía publicada en 1989 se titulaba Construcción de la realidad), aunque pueda tener un lejano origen kantiano, proviene de lo que luego sería el concepto de textualización y no está lejos de la idea de una semiótica del mundo natural de Greimas, que se resume en que todo es una red sígnica trabada. Así, González Requena puede decirle a Maite Gobantes en El texto y el abismo. Diálogos con González Requena (Barcelona: Sans soleil, 2014) que “sólo hay dos cosas: por una parte está lo real y por otra están los textos”, para poco después, explicar meridianamente: “No es más ni menos texto una película, una novela, que una fábrica o un sistema productivo”. Esta afirmación, de clara estirpe semiótica es tan importante que, como dice tantas veces González Requena cuando habla de los lacanianos en relación con Freud, los semiólogos la olvidan. Y como todo es un juego de poder al que ni Jesús ni otros no queremos jugar, dejamos de considerarnos lacanianos o semiólogos, porque la discusión terminológica, tan importante en filología, nos importa en el fondo una higa. Aquí de lo que realmente hay que discutir, como hubiera dicho Albert Camus, es del único problema filosófico verdaderamente serio: el suicidio. “Juzgar que la vida vale o no vale la pena de que se la viva es responder a la pregunta fundamental”. Ahí tiene que situarse la filosofía y, como estudio de los signos, de las textualizaciones, debe tomar silla la semiótica. Todo lo demás es puro dilettantismo.
Conceptos redefinidos como los de ficción, texto, la escritura como huella y otros, proceden también de la teoría semiótica de los setenta, y la reflexión por entonces de Jenaro Talens, luego más ocupado en su personal e importante obra poética, resultó fundamental como plataforma de discusión. Fueron aquellos unos años, tal vez pocos, en los que la universidad española se renovó y hubo un entusiasmo y una decisión de trabajo que me temo se haya perdido hoy. Maite Gobantes le viene a preguntar en el libro a González Requena si los estudiantes se muestran receptivos a su trabajo. Él contesta, con un aparente desánimo que luego sabe combatir: “No, no sé, voy tirando”. Mi pregunta hubiera sido si sus propios colegas son receptivos a su trabajo o todo lo que se hace cae en el pozo más profundo del desinterés, cuando no de la indiferencia, propio de un país en el que la polémica intelectual ha desaparecido. En el libro hay un capítulo valiente sobre la universidad española hoy que permite entender en gran parte, a quienes no tengan la experiencia, la inoperancia de la institución.
En un momento en el que resulta excepcional encontrar un libro que nos importe, que nos lleve hacia la reflexión, estas conversaciones de María Gobantes Bilbao con Jesús González Requena resultan estimulantes. Son muchos los temas que trata, los directamente ligados a la significación o a la interpretación de la realidad, pero también el feminismo, el machismo, el psicoanálisis, la religión y las creencias. No puede despacharse en unos minutos y unas líneas, pero me temo que no ocasionará la polémica y la discusión que merece. Tampoco puede leerse, pese a que apasione, en un momento y sin la tranquilidad que un pensamiento claramente expuesto merece. González requena se desnuda intelectualmente. María Gobantes tiene el enorme mérito de haber conseguido que se entregase. Ha sido un acierto. Un libro, para los que aún creemos y confiamos en la inteligencia, imprescindible.

lunes, 19 de enero de 2015

La prehistoria de Consuelo Triviño

     Resulta siempre interesante repasar los escritos iniciales de un autor porque suelen encontrarse rasgos que caracterizarán su estilo y, también, temas luego recurrentes.



Por eso me ha resultado fascinante la lectura de la plaquette que, bajo el título Siete relatos, plublicase en Bogotá, y en 1980, Consuelo Triviño. Halla el lector elementos  formales y temas que serán constantes en su obra. 

El breve prólogo de presentación —firmado por Harold Alvarado, un poeta con cierta fama por entonces de rebelde— no le hace curiosamente ningún gran favor a la autora, pues relega los cuentos a unas experiencias reales comunes y pasajeras, intrascendentes por lo tanto, y limita su pericia narrativa a un hacer casi instintivo. Pero, precisamente, si algo de valor hay en estos relatos es todo lo contrario: una evidente voluntad de literaturización de la experiencia que, a la vez, se eleva como pantalla inteligente capaz de difuminar las posibles anécdotas dentro de un crisol repleto de misterios, ensueños y frustraciones de origen romántico. No es tampoco, creo yo, Boris Vian el modelo que pudo servir de referencia a Triviño, aunque tal vez lo hubiera ya leído, sino la lectura de Kafka, que le enseñaría lo absurdo de las relaciones humanas, y la de Borges de quien, como tantos escritores de su generación, aprendería cómo la técnica literaria puede desideologizar los sentimientos de mayor compromiso a través de la magia de lo cotidiano. El interés sostenido de estos planteamientos explica que la autora buscara reescribir mucho después algunos de estos cuentos en un libro mayor.

En un artículo treinta y tantos años posterior sobre Javier Marías, Consuelo Triviño subraya la importancia de fijar el punto de vista narrativo a la hora de encarar cualquier relato. Esta preocupación está ya presente en sus cuentos de 1980, cuando disocia los receptores del relato "Emma", el teórico innominado de todo texto y la propia protagonista de la historia: "Se alejó... se perdió...vaciló....", frente a "ahí estás... recorriste, alguien te esperaba...". En otras ocasiones ("Yo no los maté") introduce la primera persona reflexiva dentro de la narración en tercera o concluye la historia de un suicidio, que hubiera sido inverosímil en boca del suicidado, con un párrafo en primera de un narrador paralelo ("El suicida"). También se pregunta sobre la idoneidad de la historia: "...no tiene la suficiente importancia como para ser contado..." ("Sola o acompañada"). El falseamiento de la realidad se evidencia cuando la narradora ve algo invisible, lo que supone inspiración literaria y no experiencia: "Todo era tinieblas... los  ojos podían contemplarse".


En la vertiente temática, estos primeros cuentos aportan ya la constancia de la soledad, la insistencia de una búsqueda que se fija simbólicamente en seres fracasados, por lo que nunca se colma la inquietud, la dicotomía entre la mujer aburguesada que busca la libertad y la mujer libre que no encuentra la felicidad, la necesidad de la huida, de dónde sea y hasta lo indefinible, siempre en busca de una plenitud inalcanzable. Esa búsqueda continua definirá temáticamente la obra de Consuelo Triviño ya desde este cuadernillo de 1980.

 

domingo, 18 de enero de 2015

Reconocimiento a Rafael Utrera


A quien escribe hay que conocerlo primero por lo que escribe. Así se forjó la amistad entre Rafael Utrera y yo. Ambos nos interesábamos por las relaciones del cine y la literatura, preocupación que en España había tenido hasta entonces, mediados de los años setenta del siglo pasado, muy poco recorrido. Creo que fue él quien primero me envió un artículo suyo aparecido en algún periódico sevillano. Los míos se publicaban entonces en la revista Cinema 2002.
En mayo de 1979 tomé posesión de una cátedra en la Universidad de Sevilla. Era una de esas cátedras que aún conservaban denominación antigua y pretendían conocimiento enciclopédico, “Lengua y Literatura Española en sus relaciones con la Literatura Universal”. Agobiado por esa responsabilidad digna de la Unesco, casi lo primero que hice fue ponerle unas líneas a Rafael y sugerirle que nos viéramos. Esperaba encontrar en él un soplo de aire moderno que no circulaba por mis despachos universitarios, pues ya se habían apagado los rescoldos de Pedro Salinas y Jorge Guillén quienes, en tiempos, desempeñaron la misma cátedra. La guerra civil y la posguerra, además de enviar a la hoguera la mayor parte de los libros de la generación del veintisiete que había en la biblioteca, dejó por treinta años un tufillo conservador que era difícil de ventilar. Olía a rebaño.
Dos personas fueron en un principio mis tablas de salvación intelectual en aquella emocionante Sevilla de mis treinta años y temprana cátedra: el culto, exquisito y fino poeta Jacobo Cortines (de quien conviene recordar la inteligente afirmación académica de que la novela pastoril aburre incluso a las ovejas) y el modesto, silencioso y exacto Rafael Utrera. Con el primero conocí la ciudad elegante, sabia tradicionalmente internacional y moderna, espléndida pero nada pretenciosa, segura de su valía, capaz de moverse entre Milán y Nueva York para descansar luego en un paraíso a la orilla del Guadalquivir, recitando poemas del primer Renacimiento, meditando el paisaje y sabiéndose eterna. “Los tejados, la torre, el castillo, la orilla / con vacas y caballos, eucaliptos y juncos. / El pantano celeste y al final la montaña / de cumbres pedregosas con reflejos de plata”, escribe el poeta.
Con Rafael Utrera descubrí la Sevilla oculta del trabajo y la entrega, la Sevilla del susurro alejado de la feria de las vanidades y la exhibición santoral. En él aprecié su silencio, su amor por la obra bien hecha, su paciencia infinita para escribir lo exacto, su seguridad erudita, su generosidad. No hay dato que falle en sus escritos, ni juicio apresurado, ni presunción alguna, ni desprecio por la obra del colega. Hay trabajo calmo, casi oculto, como si pretendiese que nadie se diera cuenta de su existencia. Y van cayendo las páginas, los artículos, los libros, las reflexiones, las certezas, una tras otra, impenitentemente. He viajado con él por Europa, lo he visto negociar una colaboración, recibir un elogio, acomodar un juicio. Nunca mostró atrevimiento alguno, compromiso que no pudiese cumplir, lucimiento personal. Su actuar fue siempre modélico y de su modo de hacer pudieron los estudiantes aprender una forma de vivir y un amor por el trabajo que son, lamentablemente, hoy en día, poco reconocidos.
Durante muchos años presidí tribunales de acceso a la Universidad. Comprobé convocatoria tras convocatoria que los alumnos de un colegio determinado siempre obtenían calificaciones muy estimables en Lengua y en Literatura. Nunca me había preocupado por ello pero, en una ocasión, pregunté por el colegio y me interesé por quién había sido su profesor. Los catedráticos universitarios, encerrados como estamos en nuestro puesto, mirando por encima del hombro a los profesores de otros niveles educativos, creyéndonos los reyes del mambo, pocas veces se no ocurre saber quién les ha enseñado bien o mal a los estudiantes durante su bachillerato. Aquella mañana de la primavera sevillana, con el calor ya apuntando, lo pregunté. Varios jóvenes alegres por sus notas de ingreso respondieron a coro: “Don Rafael Utrera”.
Don Rafael Utrera. Cuando el rector Pérez Royo me encomendó poner en marcha los estudios de comunicación en la Universidad, lo llamé inmediatamente y le ofrecí que se encargase de la Historia del Cine. Era, creo yo, la responsabilidad con la que había estado soñando desde hacía años sin saberlo. Aceptó y me enorgullece que aceptase. Su ayuda fue extraordinaria y su labor nunca suficientemente reconocida.
A Rafael Utrera le debemos que la cultura española tenga un panorama histórico sólido de cómo el cine fue desarrollando propuestas literarias y de qué forma la literatura reaccionó a la presión fílmica. Pocas culturas pueden presumir de estudio similar y tan amplio. Hace poquísimos días, una estudiante retornada de cursar un Máster en Londres, vino a mi despacho a pedirme que le dirigiera una tesis sobre la relación del cine y la literatura. Aseguraba que en la Universidad británica le comentaron que era un campo aún poco explorado. No dejó de sorprenderme la afirmación, incluso referida al mundo anglosajón, pero me limité a preguntarle si conocía la obra de Rafael Utrera. La alumna se fue a la biblioteca, consultó los fondos y volvió a verme para pedirme perdón por la tontería que me había dicho. Y añadió: “Le voy a enviar las fichas de las publicaciones de Utrera a mi profesor londinense”. Y yo pensé, a ver si se enteran.
A ver si se enteran, allí y aquí, de que en nuestras universidades, hay numerosos investigadores que, en silencio, con la modestia de los medios que los gobiernos otorgan, sin alharacas ni brillos innecesarios, van construyendo la historia cultural de nuestro país. Profesores a los que les debemos entender quiénes somos y sobre cuya obra necesita asentarse nuestro futuro, si queremos ser algo en el mundo y con nosotros mismos. Entre ellos, descollando por su calidad científica y humana,  está el Profesor doctor don Rafael Utrera. Gracias, amigo y maestro de tantos.

lunes, 5 de enero de 2015

Lengua, cultura, territorio y nación II

      Los argumentos de correspondencia entre lenguas y fronteras son peligrosos porque permiten justificar lo que de otro modo resulta dificilmente justificable. Así, la invasión de Austria o de ciertas zonas de Polonia, Croacia y Francia a principios de la Segunda Guerra Mundial. En ejemplo distinto, cuando poder político y lengua (incluso minoritaria) coinciden en sus fronteras, los efectos de las imposiciones, prohibiciones,  o persecuciones más o menos declaradas, son corrientes y tocan dolorosamente los planteamientos totalitarios fascistas.
     En el mundo hispánico, probablemente la cultura se divida sobre todo por las clases sociales y no según las nacionalidades. Las clases sociales son, entonces, más agrupaciones culturales que económicas (sin dejar de tener implicaciones en la marginación económica), y sobrepasan en mucho las fronteras políticas.
     Dije que las culturas vivas no son un legado digno tan sólo del estudio arqueológico, sino un proceso en marcha de relaciones sociales que destruye y construye las lenguas. La historia no pasa en balde. Nos guste o no, los hechos han sucedido y, si algunos concretos pudieran corregirse, la mayoría sólo pueden asumirse y construir desde ellos el futuro.
      Juan Antonio Corretjer, ensayista, narrador, poeta que buscó escribir el poema mítico de Puerto Rico, tal vez sea más conocido como marxista, hostosiano, martiano y albizuista. Con toda esa carga política e independentista a cuestas, al referirse al héroe puertorriqueño muerto en la guerra hispano-cubana, Pachín Marín, pretende compararlo con otros héroes míticos y elige al Cid, a Fernán González y a los héroes del romancero. Su raíz hispánica le impide pensar en figuras literarias construidas en otras lenguas: Ivanhoe, Rob Roy o los protagonistas de las baladas escocesas.
     Y es que hay algo que la historia de los pueblos construye por encima de las lenguas y a través del tiempo, que es la cultura. Sobre ella elevamos cada segundo de nuestro presente y con ella nos situamos en el mundo. Del mismo modo que se habla de una Koiné lingüística, a la hora de referirse a unos usos lingüísticos comunes, podemos referirnos a una cultura "koinética" elaborada a los largo de los siglos, compartida por todos los hablantes de las lenguas hispánicas en sus distintas realizaciones y con las características locales que les sean propias.
     No vale pretender esconder la cultura que nos une tras falsos oropeles locales. Se puede hablar en una lengua adquirida, pero se piensa en la cultura propia y se convive desde ella. Constituye la referencia continua. Propiciar su abandono no viene a ser sino construir un país de apátridas, porque los siglos de existencia, insistencia y resistencia condicionan una cultura. Para bien y para mal.

sábado, 3 de enero de 2015

Lengua, cultura, territorio y nación I

    Se repite hasta la saciedad (buscando probablemente que acabemos, por cansancio, creyéndolo) que existe una unidad indisoluble entre lengua, cultura, territorio y nación. En el caso español, echémonos a temblar si los políticos descubren un día que Carabanchel o Aranjuez son topónimos vascos, o que Llerena demuestra la proyección hacia el sur del dialecto leonés.
     La aventura de las lenguas no puede sino hacernos reflexionar sobre la relación entre lengua y cultura, así como obligarnos a dudar de que la lengua constituya indefectiblemente signo de la pertenencia del indiviudo a un grupo cultural determinado. Las lenguas no sostienen una cultura, sino que, por el contrario, son las culturas las que justifican las lenguas. Al menos seis mil lenguas se hablan hoy en el mundo, los estados sobreranos rondan los doscientos; las culturas sobrepasan sin duda esta última cantidad, pero no se acercan a la primera.
     Las culturas vivas no son un legado de normas, valores, símbolos y ritos dignos de un estudio arqueológico, sino un proceso en marcha de relaciones sociales que está en continua evolución y en su giro, arrastra, mezcla, destruye y construye las lenguas. La unidad de lengua, cultura, territorio y nación es un concepto ideológico de origen romántico frabricado para ejercer el poder; sirvió para la creación de los grandes estados modernos, pero difícilmente resiste un análisis científico.
     Puede afirmarse que las lenguas se distinguen según usos comunicativos; las culturas por motivaciones de intercambio; los territorios por argumentos geográficos, y las naciones en virtud de criterios políticos. En pocos casos los argumentos de los cuatro tipos llegan a coincidir en sus conclusiones.
     Si alguna lengua sirve de ejemplo para negar la correspondencia entre lengua y nación, ésa es precisamente la lengua española. Tan discutible es, al menos, que pueda hablarse de una sola cultura expresada en español, como de varias según las lenguas que se utilizan en el territorio del Estado. En el caso americano, las nacionalidades se crearon con el español como lengua y despreciando las hablas indígenas. Cuando en algún país, caso de la Argentina, se teorizó sobre una lengua propia distinta del español, quiso caracterizarse el idioma con usos dialectales que se dan en otras zonas de la lengua, incluida España.
     Al comparar los límites de los distintos estados americanos al sur de Río Grande y la división provincial de España (ambos producto de la reflexión decimonónica), vemos que no se da una correspondencia entre lenguas y fronteras administrativas. En unas ocasiones porque las lenguas autóctonas superan dichos límites o no los alcanzan, en otros porque la lengua mayoritaria (el español) las sobrepasa a todas.