jueves, 31 de octubre de 2019

Desde "Las suplicantes", de Esquilo

Incluyo a continuación el artículo que, bajo el título "Todos venimos de El Pireo", publiqué en la Revista de la Asociación de Directores de Escena de España.

Los textos, escritos o no, acaban tomando conciencia de sí mismos. Sólo cuando ese autorreconocimiento se produce surge el teatro. El teatro no es el culto, aunque el culto pudiera resultar visualmente teatral. El círculo mágico, tan traído y llevado en las páginas iniciales de los manuales de teatro, nada tiene que ver con él. Existe el teatro religioso, pero el teatro sólo surge cuando deja de ser religión.

Dignaos contemplar piadosa-mente a estos emigrantes cuya nave partió próxima de la desembocadura del Nilo.
El teatro no se instala entre esos emigrantes, que huyeron desesperadamente a través del mar para desembarcar en las costas griegas, sino entre sus contempla-dores. Sólo por ello es, sólo por la mirada existe. Quienes contem-plan aseguran el espectáculo, esta-blecen la verdad de los actos y la ficción significativa de los hechos. Los contempladores juzgan lo que ocurre y afirman la simulación. En la escena se finge el dolor, y los contempladores se duelen. Se finge la alegría, y ríen.
Erraba Antonin Artaud al afirmar que el teatro es la vida. Muy al contrario. Precisamente cuando el teatro se hace vida es cuando deja de serlo. El teatro es la concentración, el resumen, la simbolización, la metáfora, la alegoría, la conversión en mito, el deshacerse de la vida para que las acciones cobren así más fuerza, mayor significación. Transciendan. Nos alcancen a todos. Porque el teatro está hecho para la contemplación, no para la herida. Del mismo modo que la sangre de la escena no surgió de vena alguna, la acción, siendo acción, no es verdadera.
¡Y sin embargo, cuánto nos conmueve esa mentira soterrada que, en su realidad, se hace cierta! Porque las acciones que se llevan a cabo, son reales. El actor salta, ríe, llora, canta. Y, sobre todo, habla. Maldice, alaba, declara, miente, confiesa. Acciones verbales tan similares a las que completamos todos los días, que nos afectan, nos conmueven. De algún modo las creemos. Sin embargo, el actor no odia, no admira, no anuncia, no falta a la verdad, no descubre su intimidad. Pero en esas palabras sin sentido más allá del propio enunciado resulta que se oculta nuestro ser, presente e histórico, hasta encontrarnos, sorprendentemente, paseando con los personajes, o con el dramaturgo, por la orilla del río de la vida.
Dignaos mirar piadosamente a estos emigrantes cuya nave partió próxima de la desembocadura del Nilo. Venimos desterrados desde los confines de Siria.
Son los griegos quienes primero comprendieron la necesaria conversión laica del espectáculo. Sólo por eso el teatro dejará de pretender intervenir en la vida celeste para hacerse terrenal, para buscar influir en la vida social de los hombres. La religión, más allá de la puesta en escena de las ceremonias de culto, consiste en el enfrentamiento (¿en el espejamiento?) del individuo con la divinidad, en busca de resolver el propio misterio. Mas el teatro consiste en un enfrentamiento colectivo. El público no es un único ser, sino una amalgama de seres humanos. Así, en Grecia se entendió que el teatro es una característica ciudadana. De la ciudad y de los ciudadanos. Y de los límites cuestionables de la ciudadanía.
He aquí la razón por la que la escena de los teatros griegos tenía dos entradas. Por la situada más al Este se iba o se venía de la Acrópolis, por la localizada al Oeste, se llegaba o se partía hacia el mar. Quedaba así definida la arquitectura teatral como intermediario, como cámara de descompresión que permitía la relación de la ciudad con el exterior.
Por la entrada del Oeste, el parodós occidental, venían los extranjeros a pedir acuerdos, ayuda, protección o guerra a la urbe ateniense. Llegaban las noticias. Arribaba el conocimiento de la conquistas y de las derrotas, los alimentos exóticos, los aventureros, aquellos que viajaban por curiosidad u obligación.
Mirándose en el mar, la ciudad se abría al mundo conocido o llegaba a conocerlo, acogía gentes, palabras e influencia y se convertía, así, en centro, resumen y modelo del universo. La escena recogía en ella los héroes, ya triunfadores, ya perdedores, un coro simbólico o no y el pueblo que, sentado enfrente, se veía reclamado como muestra de la democracia.
Dignaos mirar piadosamente a estos emigrantes cuya nave partió próxima de la desembocadura del Nilo. Venimos desterrados desde los confines de Siria. Huimos de la demencia de sus habitantes. Hemos atravesado el mar y desembarcamos en las playas de Grecia, origen de nuestra cultura.
Pero el huido que llega a la ciudad pide primero acogida y luego derechos. Así la ciudad conoce el conflicto. Desde fuera arriban por el parodós quienes traen la noticia de los extranjeros. Y llegan los mismos extranjeros. La mirada del otro. La palabra del otro. Se anuncia el enfrentamiento. Si todos fuéramos iguales no podría haber teatro. Este surge de la diferencia que sólo en la ciudad o desde la ciudad puede producirse. Del conflicto nacen la risa y el llanto, y de ellos la comedia y la tragedia, pero también el drama satírico que se interrogaba sobre la propia factura mítica y técnica de las trilogías. Todos los géneros se ordenaban para dar fe del mundo, en un resumen compacto y entrañado que se ofrecía al microcosmos en que se convertía la urbe.
Tal vez no lo entendiera aún Tespis, pero sí lo supieron, probablemente, los trágicos Pratinas, Frínico y Quérilo y, desde luego, Esquilo, Sófocles y Eurípides. En Las ranas, de Aristófanes, aparece un Esquilo-personaje consciente de que su teatro se ha escrito para la ciudad y, por eso, advierte que es importante no criar un león dentro de ella porque, cuando crezca, se comportará como lo que es, una fiera. Es una metáfora que cubre gran parte de la historia urbana del mundo y aclara los motivos de la guerra de Troya y el principio de La Ilíada, un poema fundacional.
 Dignaos mirar piadosamente a estos emigrantes cuya nave partió próxima de la desembocadura del Nilo. Venimos desterrados desde los confines de Siria. Huimos de la demencia de sus habitantes. Hemos atravesado el mar y desembarcamos en las playas de Grecia, origen de nuestra cultura. ¡Ojalá que este país, de normal tan piadoso, pueda recibirnos como solicitantes de asilo, antes de que lleguen los enemigos!
El coro expresa y subraya el conflicto. El coro no es la ciudad. Suele estar fuera del tiempo. Corifeo y coro saben del dolor y con ellos el teatro se enfrenta a los efectos de los actos. Los emigrantes provocan dificultades entre quienes debieran acogerlos. Incluso, perseguidos, pudieran provocar una guerra. La ciudad duda si rebelarse. Descubre en la escena su posible futuro inmediato. Pero el Rey, ese personaje simbólico a quien los dramaturgos clásicos acuden para recomponer el equilibrio roto, habla a los ciudadanos.
Si a una casa se le arrebatan sus bienes, puede de nuevo recuperarlos. Si la lengua deja escapar palabras indiscretas que hieren a un corazón, las palabras también pueden curar heridas causadas por palabras. Pero cuando se trata de sangre, para evitar que sea derramada, es preciso sacrificarse. […] No puede prometerse nada antes de someter el caso a la ciudad.
Sólo en la ciudad pudieron surgir el teatro y la democracia. Allí reunidos en el ágora, los ciudadanos opinan y deciden. Sentados en sus butacas o en el graderío, descubren su propia realidad en el símbolo y el fingimiento. Tal vez reaccionan. El pueblo entero, con las diestras levantadas y estremeciendo el aire con sus voces, ratificó el acuerdo. Los emigrantes podrán vivir en aquella tierra como ciudadanos libres, protegidos contra cualquier injuria, reconocido su derecho al asilo. ¿Realidad o deseo?
Corifeo y coro se integran, no sólo en el presente de la pieza, sino en el presente de la historia y ésta se mantiene como historia presente. Exigen al rey que los reciba, que les de acogida y protección. Pero éste, democráticamente, sabe bien que es la ciudad quien acoge y acude por ello al ágora. La ciudad decide acoger y proteger, para defenderse todos juntos de la amenaza que hizo huir a los solicitantes.
Sentados enfrente, en el duro graderío de piedra, el público se encuentra con el modelo de la vida, con el modelo del problema, con el modelo de la discusión y con el modelo de la democracia. Surge la ciudad y (¿el huevo o la gallina?) surge el teatro. Surge también la democracia y nace el ciudadano. 
En cierto caso, cincuenta mujeres huyeron de un mundo salvaje, la frontera entre Egipto y Siria, navegaron en un barco de cincuenta remos y enfilaron a la costa griega donde pidieron asilo. La ciudad las vio entrar en el teatro. Llegaban desde el mar. Traían la verdad de la vida y la expusieron allí, delante del pueblo que las contemplara. La ciudad supo de la realidad y se interrogó sobre el presente y sobre el futuro. Y soñó una ética.
¡Qué lección de presente viene a ser la lectura de Las suplicantes, de Esquilo! Como aquellas mujeres, todos venimos de El Pireo, fundamos ciudades, fundamos teatros y nos interrogamos sobre la realidad. Desde la estética, tal vez pensemos en la ética.
Entre dos males hemos escogido ya el menor, el que contiene el bien mezclado con el mal. Que se escuchen nuestras súplicas y triunfe la justicia por los caminos liberadores que están en manos más altas.

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