jueves, 21 de agosto de 2014

Mi descubrimiento de Vargas LLosa


La obra literaria de Vargas Llosa tiene para mí unas implicaciones biográficas de las que resulta extremadamente difícil prescindir.  No me refiero a que las novelas presenten u oculten datos biográficos del autor, sino a que se han inscrito en mi propia biografía, han condicionado de algún modo mi vida. Es verdad que, como profesor, estoy acostumbrado a llevar a cabo el ejercicio intelectual de despersonalizar la lectura para ponerme en el papel de esa construcción teórica que denominamos el lector, pero permítanme que me rebele esta tarde y ponga en juego mi experiencia personal que, lo quiera yo o no, acaba siendo experiencia generacional.
El año 1965 hice el examen de ingreso en la famosa Escuela Oficial de Cine, de Madrid. De esa escuela salieron casi todos los realizadores que conocimos como del nuevo cine español, y yo era un asiduo del palacete de la calle Génova donde estaba instalada. Allí acudía muchas tardes a recoger a mi amigo Antonio Artero, quien fuera el mejor expediente de la escuela, aunque sin suerte profesional luego y prematuramente fallecido. Iba luego, con los jóvenes cineastas, desde Claudio Guerín a Juan Luis Gallardo o Jesús García de Dueñas, todos ellos pedantísimos, a una tabernilla de la calle Libertad, probablemente escogida más por el nombre de la calle que por la calidad de sus vinos. El día anterior a la entrevista que era la primera de las varias pruebas precisas de superar en el duro examen de ingreso, uno de mis acompañantes me dijo que Luis García Berlanga me preguntaría, con toda seguridad, por los nuevos novelistas latinoamericanos. Todos convinieron en que estaba obsesionado con ellos. Yo cursaba el segundo año de la Facultad de Filosofía y Letras y había leído en la biblioteca de mi padre, y me sentía orgulloso de ello, Doña Bárbara, de Rómulo Gallegos, El papa verde, de Miguel Ángel Asturias, y El mundo es ancho y ajeno, de Ciro Alegría, que a mi padre le gustaba muchísimo. Antonio Artero me respondió que, para Berlanga, esos autores eran ya antiguallas. Al parecer, cuando Berlanga me preguntase, yo debería contestar que conocía Todos los fuegos el fuego y Final del juego, de Julio Cortázar, y Los jefes y Los cachorros, de Mario Vargas Llosa.  Me apunté nombres y títulos en un papelito y me fui para casa. En el metro iba memorizando esos nombres arcanos prometedores de una fulgurante carrera como director de cine. Probablemente soñé que caminaría, de la mano de esos misteriosos Cortázar y Vargas hasta la Palma de Oro del festival de Cannes.
Al festival de Cannes acudí dos veces como cronista, pero nadie dudará de que jamás di pretexto alguno al jurado para que me premiase. Lo que sí ocurrió es que, a la mañana siguiente del anochecer tabernario, me presenté ante el gran jurado, del que efectivamente formaba parte Berlanga, y, después de que otros componentes me pidiesen opinión sobre películas y, lo recuerdo bien, me preguntaran qué se proyectaba aquel día en el cine Callao, como quien no quiere la cosa, el director de Bienvenido Mr. Marshall me espetó:
─ "Conoce usted alguna obra de la nueva narrativa hispanoamericana. ¿Por casualidad nos daría usted algún título?".
A lo que, descaradamente, respondí que por casualidad no, que me parecía muy interesantes obras como... Y a continuación recité la lección que me había aprendido en el metro, aunque con el pavor de que se le ocurriera preguntarme por el argumento, la estructura o el estilo. Berlanga se irguió en la sombra (el tribunal estaba sentado de espaldas a la luz) y, mirando a sus compañeros, exclamó:
─ "¡Al fin esta mañana viene alguno que sabe lo que ocurre en el mundo!".
No es necesario que insista en mi cortísima carrera de director de cine, pero sí les contaré que, al terminar la entrevista, corrí avergonzado a la Casa del Libro, en la Gran Vía, para curar mi mentira haciéndome con los libros a cuyos títulos tanto debía. No los encontré, pero sí pude llevarme a la calle una novela recién aparecida, La casa verde, de Mario Vargas Llosa, mi primera lectura del nuevo modo de narrar que por entonces surgía.