La obra literaria de Vargas Llosa tiene para mí
unas implicaciones biográficas de las que resulta extremadamente difícil
prescindir. No me refiero a que las
novelas presenten u oculten datos biográficos del autor, sino a que se han
inscrito en mi propia biografía, han condicionado de algún modo mi
vida. Es verdad que, como
profesor, estoy acostumbrado a llevar a cabo el ejercicio intelectual de
despersonalizar la lectura para ponerme en el papel de esa construcción teórica
que denominamos el lector, pero permítanme que me rebele esta tarde y ponga en
juego mi experiencia personal que, lo quiera yo o no, acaba siendo experiencia
generacional.
El año 1965 hice el
examen de ingreso en la famosa Escuela Oficial de Cine, de Madrid. De esa
escuela salieron casi todos los realizadores que conocimos como del nuevo cine
español, y yo era un asiduo del palacete de la calle Génova donde estaba
instalada. Allí acudía muchas tardes a recoger a mi amigo Antonio Artero, quien
fuera el mejor expediente de la escuela, aunque sin suerte profesional luego y
prematuramente fallecido. Iba luego, con los jóvenes cineastas, desde Claudio
Guerín a Juan Luis Gallardo o Jesús García de Dueñas, todos ellos pedantísimos,
a una tabernilla de la calle Libertad, probablemente escogida más por el nombre
de la calle que por la calidad de sus vinos. El día anterior a la
entrevista que era la primera de las varias pruebas precisas de superar en el
duro examen de ingreso, uno de mis acompañantes me dijo que Luis García
Berlanga me preguntaría, con toda seguridad, por los nuevos novelistas
latinoamericanos. Todos convinieron en que estaba obsesionado con ellos. Yo cursaba el segundo
año de la Facultad de Filosofía y Letras y había leído en la biblioteca de mi
padre, y me sentía orgulloso de ello, Doña
Bárbara, de Rómulo Gallegos, El papa
verde, de Miguel Ángel Asturias, y El
mundo es ancho y ajeno, de Ciro Alegría, que a mi padre le gustaba
muchísimo. Antonio Artero me respondió que, para Berlanga, esos autores eran ya
antiguallas. Al parecer, cuando
Berlanga me preguntase, yo debería contestar que conocía Todos los fuegos el fuego y Final
del juego, de Julio Cortázar, y Los
jefes y Los cachorros, de Mario
Vargas Llosa. Me apunté nombres y
títulos en un papelito y me fui para casa. En el metro iba memorizando esos
nombres arcanos prometedores de una fulgurante carrera como director de cine.
Probablemente soñé que caminaría, de la mano de esos misteriosos Cortázar y
Vargas hasta la Palma de Oro del festival de Cannes.
Al festival de Cannes
acudí dos veces como cronista, pero nadie dudará de que jamás di pretexto
alguno al jurado para que me premiase. Lo que sí ocurrió es que, a la mañana
siguiente del anochecer tabernario, me presenté ante el gran jurado, del que
efectivamente formaba parte Berlanga, y, después de que otros componentes me
pidiesen opinión sobre películas y, lo recuerdo bien, me preguntaran qué se
proyectaba aquel día en el cine Callao, como quien no quiere la cosa, el
director de Bienvenido Mr. Marshall me
espetó:
─ "Conoce usted
alguna obra de la nueva narrativa hispanoamericana. ¿Por casualidad nos daría
usted algún título?".
A lo que,
descaradamente, respondí que por casualidad no, que me parecía muy interesantes
obras como... Y a continuación recité la lección que me había aprendido en el
metro, aunque con el pavor de que se le ocurriera preguntarme por el argumento,
la estructura o el estilo. Berlanga se irguió en la sombra (el tribunal estaba
sentado de espaldas a la luz) y, mirando a sus compañeros, exclamó:
─ "¡Al fin esta
mañana viene alguno que sabe lo que ocurre en el mundo!".
No es necesario que
insista en mi cortísima carrera de director de cine, pero sí les contaré que,
al terminar la entrevista, corrí avergonzado a la Casa del Libro, en la Gran
Vía, para curar mi mentira haciéndome con los libros a cuyos títulos tanto
debía. No los encontré, pero sí pude llevarme a la calle una novela recién
aparecida, La casa verde, de Mario
Vargas Llosa, mi primera lectura del nuevo modo de narrar que por entonces
surgía.