El 16
de enero de 1892, Gustave Flaubert, el gran novelista francés del siglo XIX, le
escribía a su amante y confidente Louise Colet que había en él, “literariamente
hablando, dos figuras distintas”. La una estaría prendada del lirismo, “de los
altos vuelos del águila, de todas las sonoridades de la frase y de los cúlmenes
de la idea”. La otra, en cambio, “hurga y escava todo lo que puede” y le gusta
“resaltar con la misma intensidad tanto el pequeño suceso como el grande”, y
“quisiera hacer sentir casi materialmente
las cosas que reproduce” (Gustave Flaubert: El
hombre-pluma (selección de cartas a Louise Colet); Madrid: Funambulista,
2014).
Flaubert
no está manifestando tan sólo una contradicción personal según la cual quisiera,
por un lado, hacer una literatura basada en la fuerza e independencia del
estilo y, por otro, escribir una obra ligada estrechamente y sin mayor
elevación a la realidad de las cosas. Manifiesta una tensión que, desde la
Revolución francesa, viene incrementándose entre una literatura preocupada por
la función filosófica del lenguaje, interpretadora de la razón del individuo en
el mundo como ser pensante, y una literatura de la transparencia. Esta tensión
sustituía en el espectro ideológico, la desigualdad de las clases sociales, en
teoría liquidada por el pensamiento revolucionario, por la formalización de una
aristocracia intelectual. Así, el mismo Flaubert escribe a Louise: “Entre la
muchedumbre y nosotros no hay ningún vínculo […]. Es preciso, haciendo
abstracción de las cosas e, independientemente de la humanidad que reniega de
nosotros, […] encerrarnos en nuestra torre de marfil”.
Creo
que es importante plantear esta cuestión al hablar de Literatura e Historia,
porque hay un problema inicial que los historiadores suelen obviar: qué
literatura, y de qué época, puede retener su atención y con qué finalidad. No
existe una literatura, sino un
conjunto variable de enunciados que, por algún motivo, resultan en un momento
aceptados como literatura y otros, o los mismos en tiempo o contexto distintos,
que no lo son. Pensemos, por ejemplo, en qué criterios llevan a un libro sobre
el juego del ajedrez a integrarse, según los manuales, en la literatura medieval, pero nunca en la
contemporánea. ¿Podría un historiador hacer uso de él? Y si lo utiliza, ¿el
motivo es que sea una obra literaria o que trate del ajedrez?
Claro
que lo mismo podría decirse de una novela de Benito Pérez Galdós. ¿Al
historiador le importa porque es una novela o porque trata de la vida madrileña
en torno a la Plaza Mayor? Se me contestará que por el segundo motivo. Por lo
tanto, desde el punto de vista de la literatura es absolutamente
indiferente. Importaría lo mismo si el historiador utilizase la inscripción
de elogio a Fernando VII que figura en una fuente pública de la madrileña calle
de Toledo.
Pero
volvamos atrás. Flaubert opina que “las obras más bellas son aquellas en las
que hay menos materia” y, por eso, añora escribir un libro sobre nada, […] un
libro que, si fuese posible, casi no tuviese ningún tema o, al menos, el tema
fuera casi invisible”. Por eso puede afirmar que “El talento de escribir no
consiste, después de todo, nada más que en la elección de las palabras”.
El
historiador puede desechar esa literatura tan literaria, tan poco realista
pero, no nos olvidemos, las citas pertenecen a cartas escritas por Gustave
Flaubert, cuya obra novelística, empezando por Madame Bovary, se ancla en las preocupaciones y la sociedad de su
tiempo. Resulta obligatorio pensar que, por muy aparentemente realista que sea la
obra literaria, algo habrá en ella de esa aspiración última del autor a escribir una
novela “sobre nada”. Es decir, conviene plantearse cuáles son los límites del
realismo, de la correspondencia entre hechos y vida social y novela, cuál es la
posibilidad del testimonio. Porque al historiador, lo que le importa es el
documento, es decir, lo que haya en la literatura de testimonio.
Sucede
que el concepto de testimonio no es tan claro como pudiéramos creer. Porque
cada uno, y especialmente cada época, prioriza los aspectos que deben
testimoniarse. Está claro que, en literatura, el testimonio es la declaración de lo que se ha
visto, presenciado o escuchado, con el fin de explicitar la verdad. Pero el
acto literario de testimoniar, si bien dominado por un sentido ético que
responde a principios temporales, tampoco se libera de las fórmulas retóricas
que delimitan en cada época la literatura. Quien testimonia aspira a cumplir
una función social en virtud de su integración en el sistema, y ello es origen de lo que decide exponer, pero esa integración sólo se obtiene a través de los modos de organizar el discurso.