domingo, 29 de noviembre de 2015

La lengua compañera de la revolución

La Academia Francesa publicó la quinta edición de su diccionario el año séptimo de la República, 1798, y reclamaba para sí (no sin cierto cinismo justificatorio) un papel importante en la democratización de la sociedad francesa. Explica, además, en las páginas preliminares, que una lengua, como el espíritu del pueblo que la habla, está en una movilidad continua que le hace perder o ganar palabras, enriquecerse o empobrecerse.
La Revolución Francesa (1789) no significó únicamente un cambio del modo de gobernar. Cambiaron sobre todo las relaciones entre las gentes y se igualaron los derechos. Hoy en día esto último puede resultar obvio; todos somos iguales ante la ley, decimos. Pero no era tan evidente a finales del siglo XVIII, cuando los nobles gozaban de ventajas personales sociales o fiscales que, además de privilegiarlos, significaban reducir a los demás habitantes del reino en seres de segunda o de tercera categoría. Naturalmente, hablamos de legislación y de derechos, y no quiere ello decir que la vida común variase absolutamente para todos.
Fernando Garrido, uno de los primeros socialistas españoles, reconoce, en el tomo tercero de su Historia de las clases trabajadoras, de sus progresos y transformaciones económicas, sociales y políticas, desde los tiempos más remotos hasta nuestros días, con las biografías de sus grandes hombres, de su héroes y mártires más famosos, escrita y dedicada a todos los amantes del progreso (1870), que existen “nuevas relaciones entre el capital y el trabajo, y oposiciones y antagonismos, y luchas nuevas entre las clases que han resultado privilegiadas y las que quedan sumidas aún en la servidumbre civilizada que se llama proletariado”. Hay que tener en cuenta que el tomo II de su Historia de las clases trabajadoras se dedica al siervo que, según él, surge en la historia cuando los bárbaros ven imposible mantener el sistema anterior romano de la esclavitud.
"Conservar los esclavos romanos o esclavizarlos de nuevo era para los bárbaros cosa poco menos que imposible, por la dificultad de mantenerlos y de tenerlos sometidos; de aquí que prefirieran concederles algunas ventajas […]. Convertidos en siervos podían tener peculio propio; trocaban el ergástulo o cuadra en que vivían amontonados por la choza o cabaña en que se albergaban con su familia; podían casarse y disponer de sus bienes, siquiera en cambio de todas estas ventajas estuvieran sujetos a las cargas, gabelas, corveas y servicios más repugnantes, empezando por el de no poder disponer de sus personas para salir del territorio o dominio de su señor, porque formaban parte de su propiedad territorial, que vendían y transmitían con los siervos que en ella habitaban, como con los rebaños y animales domésticos y demás instrumentos de trabajo" (Madrid: Zero, S.A., 1970, pág. 20). Según Garrido (en el volumen III de su obra, pág.10), esta relación laboral pervive hasta la Revolución Francesa, después de la cual “El siervo de la ley desaparece y queda el siervo de la miseria”.
La Revolución también enriqueció la lengua y, por ello, incorporó la Academia Francesa un suplemento con las palabras nuevas en uso desde entonces. Entre ellas Libertad que, en términos jurídicos habría cobrado el significado de “facultad de hacer lo que no perjudica los derechos de otro, y de ser gobernado por Leyes aceptada, emanadas de la voluntad general o de sus Representantes”.
Por su parte, Ciudadano sería el “Nombre común a todos los franceses y otros individuos de las naciones libres, que gozan de los derechos de Ciudadano”, una definición que, aunque comprensible, es técnicamente muy defectuosa, además de sorprendente cuando advierte que, referido el término a una mujer, no es sino una “simple calificación". El posterior Diccionario político o enciclopedia del Lenguaje y Ciencia política, que se tradujo en Cádiz del francés en 1845, ya corrige la definición y dice, de forma más simple y con mayor excatitud, que Ciudadano "Es un miembro del cuerpo político en quien reside el poder social".
Al consultar la amplísima entrada de “Libertad” en el diccionario académico anterior a la Revolución, comprobamos que, en esencia, sólo se entendía como “el poder de actuar o de no actuar”, sin que sus límites se vieran contemplados en los derechos del otro. Es un cambio esencial que permite comprender que, pese a la visión pesimista (y exacta) de Fernando Garrido, la Revolución Francesa sí fue causa de que variase la relación entre las personas y las clases sociales o, al menos, dio carta de naturaleza jurídica y moral a la “Igualdad” que, según el diccionario de 1798, consistía en que la Ley es la misma para todos, ya proteja, ya castigue.

José Emilio Pacheco

Recuerdo esta mañana de domingo al gran poeta mexicano José Emilio Pacheco. Me he levantado de la mesa y he extraído uno de sus libros del estante. Es el volumen de, entonces, sus poesías completas. Las publicó el Fondo de Cultura Económica con un título que golpea existencialmente: Tarde o temprano. No existe el momento exacto. Una dedicatoria que me abruma: “con cariño, admiración y gratitud infinita por su generosidad. México, 2007”. Puedo aceptar el cariño, pero la admiración sólo podía ser fruto de la extrema generosidad del poeta. Con pocos escritores tuve una aproximación tan profunda, una complicidad tan evidente, una amistad tan poco expuesta al mundo. La amistad, como la erudición, se debe tener, pero no exhibir. De los maestros mayores, sólo compartí esa intimidad serena, apasionante, silenciosa, incluso distanciada, con Pacheco, con Aleixandre, con Umbral, con Robbe-Grillet.
Poco antes de la dedicatoria había yo escrito unas líneas a las que vuelvo ahora. Recordaba a José Emilio Pacheco en su ambiente y refugio. Rebusco en los cajones y encuentro aquel escrito. Leo mis palabras de entonces:
…Surge entre una montaña de libros en una casa que es en sí una cordillera. Un estrecho pasillo se llena de cuadros y de la sonrisa amplia de Cristina, su mujer, alma de un poeta tímido que se esfuerza con naturalidad por complacer a su interlocutor. Los libros hacen breve y cerrada sobre sí misma  esta casa del final de la Colonia Condesa y el visitante duda sobre la posibilidad de que en ella pudiese sobrevivir en tiempos toda la familia.


Un poema de José Emilio Pacheco dice: ¿Fueron felices para siempre? / Claro que no, tampoco importa demasiado. Esa conciencia de la fatalidad preside toda la obra del gran poeta mexicano. El fresco del paseo de la reforma ha muerto asfixiado; todos los países muestran una pinacoteca de sanguinarios ladrones; se dejaron de ver las montañas desde la ciudad pero, al fin y al cabo, son atroces volcanes; nada persiste contra el fluir del día; el lenguaje de las cosas es el polvo; el ocaso no anuncia sino la noche eterna.
Veo ahora, casi con pavor, los ejemplos que escogí un día. La tragedia parece dominar al poeta. O el convencimiento camusiano del ser para la muerte. Pero, lo advertía el mismo Albert Camus, ello no tiene por qué estar reñido con una moral de coraje. Si vivimos el absurdo, el absurdo es nuestra razón de vida. Como cierra el pensador francés El hombre rebelde: “En el máximo de la tensión más alta va a surgir el impulso de una flecha recta, del trazo más duro y más libre”. Y Pacheco, en la defensa de la libertad individual que busca no rendirse, nos advierte de que, cuando contemplamos un árbol ahogado en la sombra, “arde en su adentro toda una hoguera de savia”.
¿Qué se le puede pedir al poeta ―escribía yo― sino que nos descubra el sentimiento de nuestra continua desazón? La sorpresa resulta ser la evidencia. José Emilio Pacheco es el poeta de nuestra situación contemporánea en el mundo. No hay en él tanto interés por la intemporalidad como por la conciencia de la cotidianidad, de un presente que siempre llega tarde o temprano. Es una palabra mayor, definidora, exacta. No porque pretenda expresar la transcendencia, sino porque su ser indicativo lo hace transcendente.
Cuando uno llegaba a la esquina de Choapan y bajaba del auto, esperaba a ver en la puerta el rostro sonriente de un poeta que, por su convencimiento de haber cometido un error fatal que ni él mismo conoce, cuadraría bien con Cervantes. Escribió en un poema que, ante el agobio de la desventaja (la del hombre frente a dios o frente a la ignorancia suprema) queda la alternativa de ser bufón o ermitaño (bailar al son que tocan o encerrarse en uno mismo, junto al pensamiento propio, en el silencio). Pero él afirma que, frente al no saber, al no entender la vida en su ser más profundo, preferí volverme invisible. Antes del big-bang no hubo tiempo; ¿cómo puede entonces hablarse de un “antes”?
Tarde o temprano. Sólo alcanzamos a saber lo que dice el poeta: Quién nos iba a decir en aquel entonces / cuándo, cómo y en qué lugar / la hoja y yo nos encontraríamos / en un puñado de polvo.

lunes, 23 de noviembre de 2015

Juan Gómez Macías, pintor en la Bahía

Cada uno cuenta la feria según le fue en ella y la vida no es sino una gavilla de recuerdos incapaz de despejar la realidad. Por eso, cuando echamos la vista atrás, no percibimos las páginas vivas de un manual de historia animado, como si de una película de cine se tratase, sino algunos celajes de impresiones que sostuvo la memoria a la manera del papel pintado puesto de fondo en un belén. Y uno, entonces, se reconoce como cualquiera de las pequeñas figuritas de barro que carecen de nombre.
Mi padre, paseando por el campo seco y amarillo de Jimena, entre el monótono canto de las cigarras y el huir de las lagartijas, me contaba en ocasiones anécdotas de Gabriel Baldrich en el hospital de guerra de Alicante, en 1937. Juntos habían acudido al Ateneo para conversar con Miguel Hernández. Paladeaba yo mejor el recuerdo de los días pasados en la playa de la bahía algecireña. Y él recitaba entonces un soneto de José Luis Cano: “Ligeros, amorosos, sibilinos / aires del sur que al viento desnudáis / vuestros dorados labios ambarinos…”. Por la tarde, le veía cómo tomaba café con un jovencísimo guardia civil, José Riquelme, que escondía en el tricornio un librito de poesía de la colección Adonáis.
Al atravesar la plaza del mercado de Eduardo Torroja, cuya cúpula valientemente lanzada bendecía los alimentos que vamos a tomar, me explicaba que por allí naciera Adolfo Sánchez Vázquez, el principal filósofo marxista español, quien embarcase en Sète, sintomáticamente el pueblo francés donde Paul Valéry escribiera “El Cementerio Marino”, junto a Pedro Garfias, Juan Rejano y tantos otros españoles leales a la República, en el famoso viaje hacia el exilio del barco Sinaia. Desde México enviaba poemas tremendos de rabia y decisión: “Al dolor del destierro condenados / —la raíz en la tierra que perdimos— con el dolor humano nos medimos, / que no hay mejor medida, desterrados”.
En La Línea, donde acudíamos a buscar en la librería Tavera libros prohibidos  y llegados a través de Gibraltar, me comentaba el entusiasmo de Ángel María de Lera, pues en la falda de la colina de Jimena, por donde habíamos paseado, creyó quemar mi padre sus últimas banderas. En Tavera hojeamos cierta tarde una revista que hacía, con entrega y devoción, el recién fallecido Manuel Fernández Mota.
Habría sin duda más nombres. No lo dudo. Creo recordar a un maestro de escuela murciano, que venía al bar de mi abuelo para leer a mi padre algunos poemas sociales. Habría más nombre, digo, pero los celajes de mi memoria no dibujan otro fondo para el nacimiento. Yo sentía que la cultura, y sobre todo la poesía, pertenecían al mismo mundo que en mi casa madrileña se respiraba. Pertenecía al aire de lo clandestino.
Un día mi papel pintado fue recibiendo más estrellas. Unas fueron estrellas fugaces, pero otras permanecieron fijadas para siempre. Surgieron todas ellas dela centralidad del margen. No es cuestión ahora de citar nombres que quitarían resplandor a la estrella más generosa. Todos ellos saben aquí implícitos. Había un pequeño mundo bullendo, de Tarifa a Algeciras, de San Roque a Gibraltar, de Jimena a Palmones.
Un mundo de libros y de pinturas, de relatos y poemas, de escenarios y músicas. Pequeño, pero fuerte. Intenso y silencioso, pero no encerrado en sí mismo, sino a la vez clausurado en la voz baja y abierto al mundo. Iba y venía en el ferry, cruzaba el monte a caballo, tendía la mano a los huidos, paseaba la orilla, jugaba sobre dos continentes y cuatro lenguas.

Y sosteniéndolo todo, entregando su voz al mundo, luz al ciego, tacto al mano, pensamiento al lerdo, decisión al indeciso, verdad al errado y conciencia al dormido; dando belleza a todos, extrayéndola de la clandestinidad, como un atlante, en cada mano una columna, estaba, está y permanece, Juan Gómez Macías. El pintor. El poeta.

Que sepa que ha tenido y tiene la razón.

sábado, 21 de noviembre de 2015

Agustín de Foxá, de poeta a calle

Se discute en estos días, por los concejales madrileños, qué calles deben cambiar de nombre, con objeto de borrar el pasado franquista. Esto recuerda a la comisión, de la que formó parte Manuel Machado como funcionario destacado del Ayuntamiento, que tuvo encomendada esa misma función en 1939. Precisamente el poeta discutió la conveniencia de que la Gran Vía llevase el nombre del fundador del partido fascista y filonazi Falange Española, con el argumento de que la gente seguiría llamándola del modo tradicional, pero no le hicieron caso. La común dudosa cultura de los políticos suele brillar en estos casos, confundiendo unos nombres con otros o demostrando su pobre espíritu democrático, que debería predicar el respeto por los demás.
Entre los que pueden perder su calle está el poeta y novelista Agustín de Foxá, que firmaba “Conde de Foxá”. Ya esto último hace pensar en que era una antigualla viviente, aunque no fuera mal poeta. Fue, eso sí, una pluma viperina que consiguió en ocasiones páginas memorables. Así, la escena de su novela Madrid, de corte a checa, una obra repleta de odio, cuando el rey Alfonso XIII se distrae en el tiro a pichón y, al otro lado de la valla del club, unos chiquillos esperan que no falle para poder llevarse el pájaro a casa y comer un día carne. Fue también uno de los autores del himno falangista, que se escribió en comandita. 
De su pluma malévola es ejemplo el artículo “Los homeros rojos”, que publicase en el ABC de Sevilla el 13 de junio de 1939. Es una página olvidada que empieza: “Sender, Herrera, Benavides, Falcón, en la prosa; Alberti, Cernuda, Miguel Hernández, Altolaguirre, en el verso, son los triste Homeros de una Ilíada de derrotas”. Considera que el gran poema sólo pueden escribirlo los héroes vencedores. “Para el crimen entre las vallas de un solar, para la huida del Tajo, para las minas de topo contra el Alcázar, bien está en prosa vil y este verso surrealista”.
Él, que presume de escritor moderno, describe la poesía de los autores que permanecieron leales a la República como “químicamente pura, deshumanizada y tenía que concluir en el marxismo, concepto helado, simple esquema intelectual de la vida y el ala del hombre”. Para luego afirmar, con toda desvergüenza y falsedad: “Una poesía jugosa, intuitiva, […] con piel y sangre y con misterio, debía, en cambio, surgir en nuestras trincheras”. La preparación de la antología Poesía  de la guerra civil española. Antología (Sevilla: Fundación José Manuel Lara, 2006) me permitió comprobar la frialdad y el retoricismo de la poesía de los poetas franquistas durante la guerra, de Eugenio d’Ors a Dionisio Ridruejo. Pero Foxá insiste cínicamente: “Desarraigados de la Patria, teniendo que cantar el plan quinquenal o el movimiento stajanovista, sin ninguna norma moral, los poemas de Alberti, de Cernuda, de Miguel Hernández, son unos poemas de laboratorio, sin fuerza ni hermosura, equívocos, cobardes y llorones”.

Siempre he sido contrario a que los centros públicos o las calles se dediquen a personas vivas. En los demás casos, conviene dejar pasar un tiempo prudencial para ver si los personajes se integran realmente en la cultura y en la historia nacionales. Los políticos van siempre, en cambio, a lo inmediato; tal vez tenga que ser así. El cinismo, la malevolencia, el clasismo patente en algunos de sus poemas, la escasa ética crítica y literaria hacen de Agustín de Foxá una persona no suficientemente digna para nombrar una calle madrileña. Sin embargo, no todo es desdeñable en su obra literaria y, en cualquier caso, un país tiene también que asumir su propia historia. Y no conviene responder al odio, con más odio. Mejor es que la indiferencia de las gentes les haga preguntarse, ¿quién sería el tal Foxá? Así, en lugar de tener la calle su nombre, Foxá pasaría a ser tan sólo un nombre de calle.