Recuerdo esta mañana de domingo al gran poeta mexicano
José Emilio Pacheco. Me he levantado de la mesa y he extraído uno de sus libros
del estante. Es el volumen de, entonces, sus poesías completas. Las publicó el
Fondo de Cultura Económica con un título que golpea existencialmente: Tarde o temprano. No existe el momento
exacto. Una dedicatoria que me abruma: “con cariño, admiración y gratitud
infinita por su generosidad. México, 2007”. Puedo aceptar el cariño, pero la
admiración sólo podía ser fruto de la extrema generosidad del poeta. Con pocos
escritores tuve una aproximación tan profunda, una complicidad tan evidente,
una amistad tan poco expuesta al mundo. La amistad, como la erudición, se debe
tener, pero no exhibir. De los maestros mayores, sólo compartí esa intimidad
serena, apasionante, silenciosa, incluso distanciada, con Pacheco, con Aleixandre,
con Umbral, con Robbe-Grillet.
Poco antes de la dedicatoria había yo escrito unas
líneas a las que vuelvo ahora. Recordaba a José Emilio Pacheco en su ambiente y
refugio. Rebusco en los cajones y encuentro aquel escrito. Leo mis palabras de entonces:
…Surge entre una montaña de libros en una casa que es
en sí una cordillera. Un estrecho pasillo se llena de cuadros y de la sonrisa
amplia de Cristina, su mujer, alma de un poeta tímido que se esfuerza con
naturalidad por complacer a su interlocutor. Los libros hacen breve y cerrada
sobre sí misma esta casa del final de la
Colonia Condesa y el visitante duda sobre la posibilidad de que en ella pudiese
sobrevivir en tiempos toda la familia.
Un poema de José Emilio Pacheco dice: ¿Fueron felices para siempre? / Claro que
no, tampoco importa demasiado. Esa conciencia de la fatalidad preside toda
la obra del gran poeta mexicano. El fresco del paseo de la reforma ha muerto
asfixiado; todos los países muestran una pinacoteca de sanguinarios ladrones;
se dejaron de ver las montañas desde la ciudad pero, al fin y al cabo, son
atroces volcanes; nada persiste contra el fluir del día; el lenguaje de las
cosas es el polvo; el ocaso no anuncia sino la noche eterna.
Veo ahora, casi con pavor, los ejemplos que escogí un
día. La tragedia parece dominar al poeta. O el convencimiento camusiano del ser
para la muerte. Pero, lo advertía el mismo Albert Camus, ello no tiene por qué
estar reñido con una moral de coraje. Si vivimos el absurdo, el absurdo es
nuestra razón de vida. Como cierra el pensador francés El hombre rebelde: “En el máximo de la tensión más alta va a surgir
el impulso de una flecha recta, del trazo más duro y más libre”. Y Pacheco, en
la defensa de la libertad individual que busca no rendirse, nos advierte de que,
cuando contemplamos un árbol ahogado en la sombra, “arde en su adentro toda una
hoguera de savia”.
¿Qué se le puede pedir al poeta ―escribía yo― sino que
nos descubra el sentimiento de nuestra continua desazón? La sorpresa resulta ser
la evidencia. José Emilio Pacheco es el poeta de nuestra situación
contemporánea en el mundo. No hay en él tanto interés por la intemporalidad
como por la conciencia de la cotidianidad, de un presente que siempre llega tarde
o temprano. Es una palabra mayor, definidora, exacta. No porque pretenda
expresar la transcendencia, sino porque su ser indicativo lo hace transcendente.
Cuando uno llegaba a la esquina de Choapan y bajaba
del auto, esperaba a ver en la puerta el rostro sonriente de un poeta que, por
su convencimiento de haber cometido un error fatal que ni él mismo conoce,
cuadraría bien con Cervantes. Escribió en un poema que, ante el agobio de la desventaja (la del hombre frente a dios o
frente a la ignorancia suprema) queda la
alternativa de ser bufón o ermitaño (bailar al son que tocan o encerrarse
en uno mismo, junto al pensamiento propio, en el silencio). Pero él afirma que,
frente al no saber, al no entender la vida en su ser más profundo, preferí volverme invisible. Antes del
big-bang no hubo tiempo; ¿cómo puede entonces hablarse de un “antes”?
Tarde o temprano. Sólo alcanzamos a saber lo que dice
el poeta: Quién nos iba a decir en aquel
entonces / cuándo, cómo y en qué lugar / la hoja y yo nos encontraríamos / en
un puñado de polvo.
No hay comentarios:
Publicar un comentario