domingo, 6 de diciembre de 2015

De Darío a García Márquez

“Muchos años después, frente al pelotón de fusilamiento el coronel Aureliano Buendía había de recordar aquella tarde remota en que su padre lo llevó a conocer el hielo”. Así comienza Cien Años de Soledad, de Gabriel García Márquez, un libro sin duda conocido por todos los amantes de la lengua española. La frase, que se hizo famosa, marca de forma indeleble todo el resto de la obra. 
Numerosos lectores y críticos quieren ver en la novela el mundo de la costa caribeña de Colombia, tan llena de eventos maravillosos. Otros prefieren imaginar, a través de sus páginas, un mundo en el que lo real tiende a lo maravilloso y éste a realizarse. Permítanme que, sin negar otras lecturas, me plazca entender la novela como un tomar silla en la tierra (recordemos de Miguel Hernández decía que, con Pablo Neruda y Vicente Aleixandre, tomaba silla en la tierra) de la tradición más digna de la literatura hispanoamericana.
Publiqué el 25 de abril de 2007 un artículo en un periódico madrileño que ahora más o menos recojo en este blog. Decía yo que Rubén Darío, el extraordinario poeta nicaragüense, explicó en su casi desconocida Autobiografía cómo fue en gran parte educado por el tío abuelo materno, un militar bravo y patriota al que denominaban “el bocón”. Y escribe: “…por él aprendí pocos años más tarde a andar a caballo, conocí el hielo, los cuentos pintados para niños, las manzanas de California y el champaña de Francia”.
¿Podríamos imaginar mejor aprendizaje para el coronel Aureliano Buendía, desde el caballo al champaña? También Rubén, por los mismos años que se sitúa el inicio de la acción de Cien años de soledad, fue llevado a conocer el hielo.

Se lo comenté una mañana a Gabriel García Márquez en la Universidad de Guadalajara, en México. Empezó a decirme, “De él venimos todos…”. Una señora nos interrumpió, venía con un niño que unos ocho años y le pidió al novelista que se hiciera una foto con él. Accedió el escritor y no terminó la frase. Intenté recuperar la conversación, sonriendo y señalando a la madre y al hijo, comentó: “No ve usted, Urrutia, yo ya no quedo más que para esto”.

La historia nos persigue porque nos fundamenta. De hielo ha de ser la cama, de hielo la cabecera —juego, claro es, con una famosa canción mexicana—, de hielo ha de ser la cama, de hielo la cabecera para el escritor que quiera controlar en su justo medio la pasión que surge de la tierra americana y de su intrahistoria. Y el ilimitado Darío lo enseñó en Cantos de vida y esperanza, como supo hacerlo García Márquez aprendiendo en Barranquilla que se navega más seguro en un profundo buque de carga que en un chalupilla de pesca.

jueves, 3 de diciembre de 2015

La literatura y la coherencia del mundo

José García Nieto terminaba un poema en el número 21 de la revista Garcilaso (enero de 1945) con el verso “Créeme, Crémer, el mundo está bien hecho”. Se equivocaba el poeta en esa página dedicada a uno de los responsables de la otra revista poética importante del momento, Espadaña, porque, si el mundo estuviese bien hecho, si fuese coherente y no contradictorio y, por ello, necesitado de explicación, no existiría la literatura.
“En un lugar de La Mancha de cuyo nombre no quiero acordarme…”. Resultan inútiles todas las explicaciones de los cervantistas que, por cierto, y a las ediciones y artículos me remite, suelen ser los que menos entienden la novela cervantina. Están demasiado cerca del enunciado para conseguir ver algo. Contemplan los brochazos e, incluso, aunque no siempre, el cuadro, pero no descubren el porqué de las huellas de la brocha y el pincel, ni de las marcas esenciales de la escritura.



Estábamos en que un mundo coherente carecería de literatura y en que el narrador cervantino no quiso acordarse del lugar de La Mancha. ¿Qué ocurriría si hubiese decidido declararnos el nombre el pueblo manchego? Sin duda nos hubiéramos ahorrado miles de páginas de eruditos locales pero, lo que es más importante, el relato sería distinto. Sólo los efectos negativos justifican el silencio, por lo tanto el mundo no funciona bien, alguna desorganización o impropiedad existían para el sujeto que cuenta. Estas desorganización e impropiedad justifican la novela. Si el topónimo hubiera podido decirse, la novela no hubiera necesitado existir, hubiera sido inútil la escritura. Una novela ―lo explicaba Lucien Goldmann (Pour une sociologie du roman, 1964)― es la historia degradada de valores auténticos en un mundo también degradado. El problema reside en que un mundo degradado sólo permite un pensamiento degradado y, por ello, los valores siempre resultarán degradados. “Yo fui loco y ya soy cuerdo”, dice don Quijote al final de su vida, y no estamos seguros de que el cuerdo sea mejor que el loco, ni que la preocupación desmedida por el “escritor fingido y tordesillesco” fuese apropiada en momento tan trascendente para el personaje.
Pero la literatura busca justificar el mundo, recomponerlo en lo que se estiman valores justos. Y el mundo la necesita, como razón o como coartada, y de ahí la existencia de los libros sagrados. O, de algún modo, toda la literatura es sagrada. No sabemos si, a la postre, el mundo existiría de no existir los libros que lo ordenan y, por lo tanto, lo crean al proponer una sistematización del caos. Porque sin la literatura el mundo no sería sino una amalgama extraña en la que nada distinguiríamos.
Hay, pues, una dialéctica fundadora entre el mundo y los libros. La palabra literaria, aquella que va más allá de la simple nominación, crea el mundo que habitamos a través de un relato que siempre resulta mítico. Sólo somos capaces de vivir en el mito.
Soñamos a veces que algo hay más allá del mito, pero no es sino un mito mayor y más comprensivo. Tanto el mito de dios o el mito del vacío, que está lleno de sí mismo. Para explorarlo y tranquilizarse inventó el ser humano la ciencia. Más allá reside la ignorancia, otro saber.

Todo nuestro conocimiento circula entre el relato del mito y el mito del relato. El resto, además, también es literatura. La fe no es sino la mitificación de la creencia.