José
García Nieto terminaba un poema en el número 21 de la revista Garcilaso (enero de 1945) con el verso “Créeme,
Crémer, el mundo está bien hecho”. Se equivocaba el poeta en esa página
dedicada a uno de los responsables de la otra revista poética importante del
momento, Espadaña, porque, si el
mundo estuviese bien hecho, si fuese coherente y no contradictorio y, por ello,
necesitado de explicación, no existiría la literatura.
“En
un lugar de La Mancha de cuyo nombre no quiero acordarme…”. Resultan inútiles
todas las explicaciones de los cervantistas que, por cierto, y a las ediciones
y artículos me remite, suelen ser los que menos entienden la novela cervantina.
Están demasiado cerca del enunciado para conseguir ver algo. Contemplan los
brochazos e, incluso, aunque no siempre, el cuadro, pero no descubren el porqué
de las huellas de la brocha y el pincel, ni de las marcas esenciales de la
escritura.
Estábamos
en que un mundo coherente carecería de literatura y en que el narrador
cervantino no quiso acordarse del lugar de La Mancha. ¿Qué ocurriría si hubiese
decidido declararnos el nombre el pueblo manchego? Sin duda nos hubiéramos
ahorrado miles de páginas de eruditos locales pero, lo que es más importante,
el relato sería distinto. Sólo los efectos negativos justifican el silencio,
por lo tanto el mundo no funciona bien, alguna desorganización o impropiedad
existían para el sujeto que cuenta. Estas desorganización e impropiedad
justifican la novela. Si el topónimo hubiera podido decirse, la novela no
hubiera necesitado existir, hubiera sido inútil la escritura. Una novela ―lo explicaba
Lucien Goldmann (Pour une sociologie du
roman, 1964)― es la historia degradada de valores auténticos en un mundo
también degradado. El problema reside en que un mundo degradado sólo permite un
pensamiento degradado y, por ello, los valores siempre resultarán degradados. “Yo
fui loco y ya soy cuerdo”, dice don Quijote al final de su vida, y no estamos
seguros de que el cuerdo sea mejor que el loco, ni que la preocupación
desmedida por el “escritor fingido y tordesillesco” fuese apropiada en momento
tan trascendente para el personaje.
Pero
la literatura busca justificar el mundo, recomponerlo en lo que se estiman
valores justos. Y el mundo la necesita, como razón o como coartada, y de ahí la
existencia de los libros sagrados. O, de algún modo, toda la literatura es
sagrada. No sabemos si, a la postre, el mundo existiría de no existir los
libros que lo ordenan y, por lo tanto, lo crean al proponer una sistematización
del caos. Porque sin la literatura el mundo no sería sino una amalgama extraña
en la que nada distinguiríamos.
Hay,
pues, una dialéctica fundadora entre el mundo y los libros. La palabra literaria,
aquella que va más allá de la simple nominación, crea el mundo que habitamos a
través de un relato que siempre resulta mítico. Sólo somos capaces de vivir en
el mito.
Soñamos
a veces que algo hay más allá del mito, pero no es sino un mito mayor y más
comprensivo. Tanto el mito de dios o el mito del vacío, que está lleno de sí
mismo. Para explorarlo y tranquilizarse inventó el ser humano la ciencia. Más
allá reside la ignorancia, otro saber.
Todo
nuestro conocimiento circula entre el relato del mito y el mito del relato. El
resto, además, también es literatura. La fe no es sino la mitificación de la
creencia.
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