“Muchos años
después, frente al pelotón de fusilamiento el coronel Aureliano Buendía había
de recordar aquella tarde remota en que su padre lo llevó a conocer el hielo”.
Así comienza Cien Años de Soledad, de
Gabriel García Márquez, un libro sin duda conocido por todos los amantes de la
lengua española. La frase, que se hizo famosa, marca de forma indeleble todo el
resto de la obra.
Numerosos lectores
y críticos quieren ver en la novela el mundo de la costa caribeña de Colombia, tan
llena de eventos maravillosos. Otros prefieren imaginar, a través de sus
páginas, un mundo en el que lo real tiende a lo maravilloso y éste a
realizarse. Permítanme que, sin negar otras lecturas, me plazca entender la
novela como un tomar silla en la tierra (recordemos de Miguel Hernández decía
que, con Pablo Neruda y Vicente Aleixandre, tomaba silla en la tierra) de la
tradición más digna de la literatura hispanoamericana.
Publiqué el 25 de
abril de 2007 un artículo en un periódico madrileño que ahora más o menos
recojo en este blog. Decía yo que Rubén Darío, el extraordinario poeta
nicaragüense, explicó en su casi desconocida Autobiografía cómo fue en
gran parte educado por el tío abuelo materno, un militar bravo y patriota al
que denominaban “el bocón”. Y escribe: “…por él aprendí pocos años más tarde a andar
a caballo, conocí el hielo, los cuentos pintados para niños, las manzanas de
California y el champaña de Francia”.
¿Podríamos imaginar
mejor aprendizaje para el coronel Aureliano Buendía, desde el caballo al
champaña? También Rubén, por los mismos años que se sitúa el inicio de la
acción de Cien años de soledad, fue llevado a conocer el hielo.
Se lo comenté una
mañana a Gabriel García Márquez en la Universidad de Guadalajara, en México.
Empezó a decirme, “De él venimos todos…”. Una señora nos interrumpió, venía con
un niño que unos ocho años y le pidió al novelista que se hiciera una foto con
él. Accedió el escritor y no terminó la frase. Intenté recuperar la
conversación, sonriendo y señalando a la madre y al hijo, comentó: “No ve usted,
Urrutia, yo ya no quedo más que para esto”.
La historia nos
persigue porque nos fundamenta. De hielo ha de ser la cama, de hielo la
cabecera —juego, claro es, con una famosa canción mexicana—, de hielo ha de ser
la cama, de hielo la cabecera para el escritor que quiera controlar en su justo
medio la pasión que surge de la tierra americana y de su intrahistoria. Y el
ilimitado Darío lo enseñó en Cantos de vida y esperanza, como supo
hacerlo García Márquez aprendiendo en Barranquilla que se navega más seguro en
un profundo buque de carga que en un chalupilla de pesca.
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