sábado, 31 de octubre de 2015

Literatura, Historia y Testimonio

El 16 de enero de 1892, Gustave Flaubert, el gran novelista francés del siglo XIX, le escribía a su amante y confidente Louise Colet que había en él, “literariamente hablando, dos figuras distintas”. La una estaría prendada del lirismo, “de los altos vuelos del águila, de todas las sonoridades de la frase y de los cúlmenes de la idea”. La otra, en cambio, “hurga y escava todo lo que puede” y le gusta “resaltar con la misma intensidad tanto el pequeño suceso como el grande”, y “quisiera hacer sentir casi materialmente las cosas que reproduce” (Gustave Flaubert: El hombre-pluma (selección de cartas a Louise Colet); Madrid: Funambulista, 2014).
Flaubert no está manifestando tan sólo una contradicción personal según la cual quisiera, por un lado, hacer una literatura basada en la fuerza e independencia del estilo y, por otro, escribir una obra ligada estrechamente y sin mayor elevación a la realidad de las cosas. Manifiesta una tensión que, desde la Revolución francesa, viene incrementándose entre una literatura preocupada por la función filosófica del lenguaje, interpretadora de la razón del individuo en el mundo como ser pensante, y una literatura de la transparencia. Esta tensión sustituía en el espectro ideológico, la desigualdad de las clases sociales, en teoría liquidada por el pensamiento revolucionario, por la formalización de una aristocracia intelectual. Así, el mismo Flaubert escribe a Louise: “Entre la muchedumbre y nosotros no hay ningún vínculo […]. Es preciso, haciendo abstracción de las cosas e, independientemente de la humanidad que reniega de nosotros, […] encerrarnos en nuestra torre de marfil”.

Creo que es importante plantear esta cuestión al hablar de Literatura e Historia, porque hay un problema inicial que los historiadores suelen obviar: qué literatura, y de qué época, puede retener su atención y con qué finalidad. No existe una literatura, sino un conjunto variable de enunciados que, por algún motivo, resultan en un momento aceptados como literatura y otros, o los mismos en tiempo o contexto distintos, que no lo son. Pensemos, por ejemplo, en qué criterios llevan a un libro sobre el juego del ajedrez a integrarse, según los manuales, en la literatura medieval, pero nunca en la contemporánea. ¿Podría un historiador hacer uso de él? Y si lo utiliza, ¿el motivo es que sea una obra literaria o que trate del ajedrez?
Claro que lo mismo podría decirse de una novela de Benito Pérez Galdós. ¿Al historiador le importa porque es una novela o porque trata de la vida madrileña en torno a la Plaza Mayor? Se me contestará que por el segundo motivo. Por lo tanto, desde el punto de vista de la literatura es absolutamente indiferente. Importaría lo mismo si el historiador utilizase la inscripción de elogio a Fernando VII que figura en una fuente pública de la madrileña calle de Toledo.
Pero volvamos atrás. Flaubert opina que “las obras más bellas son aquellas en las que hay menos materia” y, por eso, añora escribir un libro sobre nada, […] un libro que, si fuese posible, casi no tuviese ningún tema o, al menos, el tema fuera casi invisible”. Por eso puede afirmar que “El talento de escribir no consiste, después de todo, nada más que en la elección de las palabras”.
El historiador puede desechar esa literatura tan literaria, tan poco realista pero, no nos olvidemos, las citas pertenecen a cartas escritas por Gustave Flaubert, cuya obra novelística, empezando por Madame Bovary, se ancla en las preocupaciones y la sociedad de su tiempo. Resulta obligatorio pensar que, por muy aparentemente realista que sea la obra literaria, algo habrá en ella de esa aspiración última del autor a escribir una novela “sobre nada”. Es decir, conviene plantearse cuáles son los límites del realismo, de la correspondencia entre hechos y vida social y novela, cuál es la posibilidad del testimonio. Porque al historiador, lo que le importa es el documento, es decir, lo que haya en la literatura de testimonio.

Sucede que el concepto de testimonio no es tan claro como pudiéramos creer. Porque cada uno, y especialmente cada época, prioriza los aspectos que deben testimoniarse. Está claro que, en literatura, el testimonio es la declaración de lo que se ha visto, presenciado o escuchado, con el fin de explicitar la verdad. Pero el acto literario de testimoniar, si bien dominado por un sentido ético que responde a principios temporales, tampoco se libera de las fórmulas retóricas que delimitan en cada época la literatura. Quien testimonia aspira a cumplir una función social en virtud de su integración en el sistema, y ello es origen de lo que decide exponer, pero esa integración sólo se obtiene a través de los modos de organizar el discurso. 

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