Probablemente los
promotores de la celebración del centenario de El Quijote en 1905, y
especialmente José Ortega Munilla, director entonces de El Imparcial, comprendieron que los distintos actos que se
programaran iban a ser de afirmación nacional, pero de una nación vista a
través del monóculo rosa que el poeta simbolista belga Émile Verhaeren afirmaba
que era lo único que podía permitir ver una España sin problemas. Así se
justifica la elección que el diario hiciera de Azorín para que elaborase los
reportajes que dieron lugar al libro La
ruta de don Quijote. El joven periodista había ya publicado algunos
artículos que ofrecían un acercamiento novedoso a la obra de Cervantes, como
“La novia de Cervantes”, que se integró en Los
pueblos, y otros.
En “El caballero
del verde gabán”, recogido más tarde en el libro Con Cervantes, confesaba Azorín que no podía decir si Don Quijote
era un loco o un sabio. En unos artículos de 1898 (como “¡Muera don Quijote!), Miguel
de Unamuno había renunciado al héroe cervantino, por preferir a Alonso Quijano,
el bueno, y centraba el motivo de su elección en la recuperación de la cordura
por el personaje en el momento previo a la muerte. Es verdad, escribe Azorín,
que “Don Quijote no tiene plan ni método; es un paradojista; no le importan nada
las conveniencias sociales; no teme al ridículo; no tiene lógica en sus ideas
ni en sus obras; camina al azar, desprecia el dinero; no es previsor; no para
mientes en las cosas insignificantes del mundo”. Pero cabe hacerse una pregunta
y la hizo: “¿Qué creéis que importa más para el aumento y grandeza de las
naciones: estos espíritus solitarios, errabundos, fantásticos y perseguidores
del ideal, o estos otros prosaicos, metódicos, respetuosos con las tradiciones,
amantes de las leyes, activos, laboriosos y honrados, mercaderes, industriales,
artesanos y labradores?”.
Azorín sabe bien
que los grandes países europeos, como Francia o Inglaterra, se han hecho con el
trabajo serio, concienzudo y continuo del burgués y no con aventureros
idealistas. Comprende que la historia de España abunda de conquistadores y
místicos apasionados, pero ha faltado en ella bastantes dosis de razón y
reflexión. Por eso concluye. “Sintamos una cordial simpatía por los primeros;
pero, al mismo tiempo ―y ésta es la humana y perdurable antinomia que ha
pintado Cervantes―, deseemos tener una pequeña renta, una tiendecilla o unos
majuelos”. Puede parecernos una elección pequeño-burguesa y poco valiente, pero
Azorín defiende una moral individual del trabajo y del esfuerzo que se
convierta en voluntad y logros colectivos.
Don Quijote vendría
a ser, por lo tanto, el símbolo y el espejo de quienes viven en un combate por imaginaciones
inalcanzables. ¿Cómo explicar entonces a Don Quijote, que tantas veces apareció
como símbolo de lo español más auténtico, sin que se cargue sólo de
significación negativa? El capítulo final del libro azoriniano, después del
recorrido manchego, ofrece una respuesta. La tierra y sus gentes no pueden sino
producir desvaríos. Esos desvaríos condenan a don Quijote, pero hay otra visión
del caballero: la que lo descubre viviendo, ingenua y generosamente, por un
ideal, sin dejar de saber que será siempre inalcanzable. Ello no debe
significar la pérdida de la razón, sino todo lo contrario, al fin y al cabo, es
un pensamiento digno del Albert Camus de El
mito de Sísifo”. Una filosofía existencialista no está reñida con una moral
de coraje.
Federico de Onís,
en una conferencia pronunciada en la Residencia de Estudiantes el 5 de
noviembre de 1915, exigirían combinar disciplina y rebeldía. “Nadie ―escribió
Onís― puede decir que ha abandonado una doctrina sin haber creído en ella, ni
una mujer sin haberla amado; es decir, sin un desgarramiento de sí mismo, sin
una crisis íntima, llena de peligros y de posibilidades de renovación”. La
España actual nos obliga una vez más a reflexionar sobre lo mismo, idéntica
reflexión sobre los sueños, la realidad, el trabajo y la moral colectiva.