En
Sicilia veía Goethe el resumen de lo que era Italia. El mármol limpio y oculto
le llamó especialmente la atención durante su estancia en Palermo cuando, con
motivo de un gran aguacero, “la corriente de la lluvia, encauzada entre las
contrapuestas aceras” se llevó por delante, calle abajo, la basura, echando “el
grueso de la inmundicia de un lado a otro” y dibujando “raros y primorosos
meandros sobre el pavimento”. Inmediatamente después, “cientos y cientos de
hombres, armados con escobas y horquillas” ensanchaban los lugares limpios y
los unían entre sí —escribe Goethe— dejando “un primoroso y serpenteante
camino” por el cual pudo pasar sin mancharse el clero, con el virrey a la
cabeza.
Convirtamos
esa descripción en alegoría y estimemos que se trata aquí del milagro y del
misterio de que la sinceridad permanezca por debajo de la corrupción. Los
totalitarismos que sufrimos italianos españoles, esos totalitarismos que buscan
y consiguen instalarse ahora en distintos países, son regímenes corruptos en su
propia esencia que ocultan bajo el barro, sin dejarla ver, cualquier ética.
También en las democracias hay corrupción, aunque de forma esporádica, y no
constituye un elemento definitorio.
Hago
notar que cada vez me preocupa más saber cómo se producen los fenómenos
históricos, y no tanto los fenómenos en sí. Me interesa, pues, de qué forma se
acumuló la basura y luego se despejó el camino, más que la basura en sí misma.
Cómo se llegó, por ejemplo, al régimen de Mussolini, que en sus inicios
engatusó a gente tan seria e interesante como el francés Georges Sorel, autor
del influyente libro Reflexiones sobre la
violencia, o al colombiano Jorge
Eliécer Gaitán, quien denunciase las famosas y terribles matanzas de las
bananeras, luego noveladas por Álvaro Cepeda Zamudio o Gabriel García Márquez.
Ambos, Sorel y Gaitán, poseían importantes lazos italianos. También de qué modo
y por qué razones se llegó, no tanto a la guerra civil española, como a la
implantación del régimen político emanado de ésta y tan ayudado, en sus
inicios, por el dinero italiano. Cuál es el motivo de que los españoles sigamos
marcados por aquella guerra tan lejana. Recordemos aquí y ahora, porque Italia
y España no están, según veremos en estos días, tan lejos, una frase definitiva
de Eugenio D’Ors: “Que cada palo aguante su vela, pero la nuestra es una vela
latina”.
En
el Palazzo Chiaramonte-Steri, que fue residencia de la inquisición en Palermo se
han descubierto unos muros en los antiguos calabozos donde se conservan escritos
garabateados por los allí prisioneros. Palacio y cárcel, pues, los dos símbolos
más claros del poder, de todo poder. Ahora bien, la identidad del totalitarismo
se define frente a la identidad de la democracia, no tanto por el palacio, no tanto
por la cárcel, que ambos sistemas comparten, al fin y al cabo, sino por la
publicidad, por la existente o no existente transparencia. “La transparencia,
dios, la transparencia”, diremos con Juan Ramón Jiménez. La propaganda aplicada
al poder busca construir una nueva identidad que, en el caso de los
totalitarismos fascistas, se decía acendrada en las tradiciones.
En
una cárcel estuvo también otro creador muy querido por mí, aunque pudiera
parecer a veces la antítesis de Juan Ramón. Me refiero a Miguel Hernández. En
la cárcel escribiría uno de sus últimos poemas, titulado “Ascención de la
escoba”. Dice el poeta que la escoba, una escoba parecida a aquellas que,
según, Goethe limpiaban de barro y de basura las calles palermitanas: “Para
librar del polvo cada cosa / bajó, porque era palma y azul desde la altura”. La
palma, acostumbrada a mecerse en el cielo, como las maravillosas palmeras de
esta ciudad, desciende a la tierra para convertirse en escoba. Y al final del poema,
se expresa la esperanza pues, invertida la escoba, “asciende una palmera,
columna hacia la aurora”. El poeta —como las políticas real y sinceramente
democráticas de transición— obra el milagro de convertir la escoba en palmera
hacia la luz. No sé si ustedes creen en los milagros, pero tal vez deberían planteárselo.
Una
tarde de mil quinientos cincuenta y tantos, en Casalbordino, provincia de
Chieti, en los Abruzos, se le apareció la virgen a un pobre campesino y le
anunció que, dados los enormes pecados que cometían quienes se decían
cristianos, su hijo Jesucristo enviaría una enorme tormenta que inundaría
campos y ciudades. Y dicen las crónicas que así fue: “haveva
determinato di distruggere tutto il mondo con la grandine et la tempesta”. Cientos y cientos de
hombres, como diría siglos después Goethe de las calles de Palermo, armados con
escobas y horquillas tuvieron que limpiar y ordenar los campos y, en el pueblo,
en Casalbordino, dejarían un serpenteante camino para que pasaran las
autoridades eclesiásticas. Pero éstas descubrieron que, en las tierras del
pobre campesino temeroso de Dios a quien la virgen anunciase el desastre, no
había llovido y el campo estaba repleto de flores. Se decidió levantar allí una
basílica, con unas bellísimas palmeras en el claustro. La palmera, el símbolo
de la luz y la esperanza que, puesta boca abajo, retira la basura del camino.
Es el Santuario Santa Maria dei Miracoli.
El
Palazzo Chiaramonte-Steri, de Palermo, está situado junto a la Porta dei Patitelli, más conocida como Porta di Mare, que ya existía en la Sicilia
islámica bajo el nombre de Bab al Bahr. Próximas a la muralla de la ciudad
árabe crecían las palmeras, y el poeta árabe siciliano Adderrahman de Trápani
juega con ellas en un poema que cita Adolfo Federico de Schack en su libro
clásico Poesía y arte de los árabes en
España y Sicilia (1877) y que leo en la traducción de Juan Valera: “Las dos
palmas que crecieron / sobre la misma muralla / allí parecen amantes / que
temerosos se amparan / O, más bien, que con orgullo / su fina pasión proclaman,
/ y los celos desafían, / y burlan las amenazas. / Nobles palmas de Palermo, / que
la lluvia en abundancia / os bañe; creced frondosas / mientras duerme la
desgracia”.
La
desgracia ¿Qué desgracia? Para nosotros, el barro que trae la lluvia, la basura
del totalitarismo, y que luego cientos de hombres deberán barrer para que veamos
el mármol de suelo que nos sustenta, un mármol que tal vez esté ya dañado, porque
el más grave problema de las dictaduras y los totalitarismos es que dejan a los
países enfermos. Cuenta Goethe preciosamente que, cuando preguntó en Palermo por
qué razón no limpiaban antes las calles de inmundicias le respondieron:
entonces quedaría al descubierto el mal estado del piso.
No hay comentarios:
Publicar un comentario