El
infierno son los demás
Jean-Paul Sartre
Cuando la policía detuvo a mi tío José Luis, en 1944, yo aún no había
nacido. Pasó toda mi infancia sin que nadie me lo contase, pero algo sabía yo
que había sucedido porque mi tío no estaba con nosotros y mi prima hablaba de
un papá invisible. Claro es que muchas cosas eran invisibles o, al menos,
inalcanzables, lo que viene a ser lo mismo.
Yo
mismo aprendí
muy pronto a fabricar objetos invisibles. Así, mis compañeros de colegio nunca
llegaron a ver el auto de mi padre, en el que salíamos de excursión todos los
fines de semana para ir a un pueblo al que nunca llegábamos. O no fueron
capaces de percibir la casa en que vivíamos, situada en un barrio que ellos no
podían imaginar y a la que nunca acudían para celebrar mi cumpleaños. A lo largo de la vida supe que esa manera de
actuar se llamaba disimulo, silencio o simplemente miedo.
Usted
que está
leyendo estas páginas es improbable que consiga situarse en mi punto de vista.
Tampoco sé si tiene importancia, porque lo que interesa no es que usted se
sitúe o no en mi punto de vista, sino que yo, escritor, logre elaborar un
discurso coherente. Para conseguirlo necesito dominar mi vida, obtener una
visión panorámica que, impidiéndome enfangarme en detalles sin trascendencia,
ofrezca una contemplación comprensiva. ¿Pero cómo hacerlo sin insistir en los
pequeños detalles que, uno a uno, no lo son tanto? Un golpe en la frente carece
de valor, pero ese golpe en la frente nos hizo probablemente llorar, quejarnos
al maestro porque el compañero de banco nos maltrataba y arrastraba con él a
los demás niños del aula. Aquello, el golpe sin importancia, resulta que sí adquiría
importancia, que nos hizo odiar, no ya al compañero, sino a la clase entera, al
colegio, al sistema escolar, a la cultura y, desde luego, al ministro
responsable que bien merecido siempre lo tiene.
El
caso es que no era demasiado subrayable que detuvieran o no a mi tío José Manuel. Un preso más o
menos bajo el franquismo tampoco era para tanto. Pero a nosotros, a mi familia,
le significó un vuelco en su vida que duró muchos años y que no sé si acabó por
purgarse o no. El caso es que lo detuvieron, yo nací con él en una celda y sólo
pude verlo un día de la Merced, cuando los niños accedían a las cárceles para
comprobar la generosidad del caudillo que, incluso, autorizaba a que los presos
nos regalaran juguetes que habían comprado dentro de la propia prisión, para
beneficio de algún paniaguado. Es que la caridad bien entendida empieza por uno
mismo y cuanto antes mejor.
Lo de
cuanto antes está escrito con retintín, advierto, porque el día de la famosa Merced
los niños de los presos, no solamente veíamos a nuestros familiares condenados
sino que también, y eso era sin duda importante, aprendíamos a movernos por los
espacios carcelarios, conocimiento importante porque nunca se sabe lo que el
futuro proveerá. Franco, pues, en su generosidad infinita, nos proporcionaba la
posibilidad de cursar un temprano máster, no sé si de investigación o de los
llamados profesionales.
Ya
vas aprendiendo, ya vas aprendiendo, nos decían al salir los funcionarios de prisiones
cuando, ya en la puerta, en los brazos el tremendo camioncito de madera pintado
con los colores de la Falange o los de la Guardia Civil, nos cuadrábamos
respetuosos y decíamos ¿Da usted su permiso?
El otro aprendizaje que la prisión de mi tío José Antonio me
proporcionó fue el de leer un sentido oculto entre la líneas de las cartas que
nos escribía desde la prisión de Burgos. “Me gustaría saber cómo está de salud
Jacintito”, y Jacintito no existía, pero mi padre sabía bien que había que
contestarle: “Parece que Jacintito llegará pronto de su viaje”, lo que venía a
ser una extraña consigna que sólo ellos dos entendían, pero que debía resultar
muy importante. Durante largo tiempo, en
mi adolescencia, deseé estudiar en la escuela Diplomática, sabiéndome preparado
para trabajar en la sección de claves del Ministerio de Asuntos Exteriores,
pero fracasé en el examen de ingreso porque no era hijo de marqués.
Debo confesar que no fue ése el único examen de ingreso que
no logré superar. Siempre, al salir de los exámenes, las pruebas, los castings,
las presentaciones, las iniciaciones o las conspiraciones, oía a alguno
preguntar, ¿éste viene de parte de quién?, ¿lo recomendaba alguien?, ¿quién su
maestro?, ¿en qué departamento se ha formado? y otras preguntas científicas de
idéntico tenor.
No voy a insistir más en el medio social en el que me eduqué y que
consiguió precisamente lo que no pretendía obtener de mí, que me hiciese un
hombre de provecho. Y así me ha ido.
Se preguntarán ustedes, estimados lectores, señoras y señores del
jurado, qué entiendo por hombre de
provecho. Lo primero que debo especificar es que no hay en la expresión distinción
sexual alguna. De haber nacido con distintos atributos físicos hubiera escrito,
y con mayor razón, mujer de provecho,
que suele ser aquélla de la que todos se aprovechan, como del hombre. Por eso,
para sostenerse, el hombre o la mujer de provecho tienen que pasar por un curso
intensivo de boxeo. Un curso, no tanto para aprender a golpear, sino para
alcanzar el correcto juego de piernas, el
modo correcto de protegerse cuerpo y cara con los puños y, sobre todo, alcanzar
la capacidad de encaje suficiente como para endurecer el hígado. Lo malo es
que, a partir de algún momento, todos los que se reciben son golpes bajos.
Y ya está, soy un viejecito, éste que ven ustedes, que ha vivido. No
lo confieso simplemente, juro que he vivido, trabajado, combatido, sufrido,
soportado y aguantado. No he logrado nada, no he ganado premio alguno, no he
patentado algún invento, no he gobernado, nada de nada. Simplemente he
aguantado hasta ahora y he llegado, como quien no quiera la cosa, hasta la
página cuatro de este libro. Ya no sé si alcanzaré la última. Lo empiezo a
contar ahora, cuando recuerdo el día en que la policía detuvo a mi tío José
Miguel.
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