El
cemento, de
Fedor Gladkov, es una novela clásica soviética que, posiblemente, influyera en
César Vallejo a la hora de escribir El
tungsteno. Traducida al español a finales de los años veinte, fue
presentada en la editorial Cénit por Julio Álvarez del Vayo.
Un intelectual, personaje
episódico en la obra, asegura que “el destino de todos los libros es el de ser
prisiones para el pensamiento” y que todos ellos “rompen la libertad humana”,
para preguntarse si no es verdad que “todas esas hileras de ellos parecen
barrotes de hierro”. A continuación, y con pleno convencimiento leninista, su
interlocutor comenta: “Yo creo que la verdadera libertad no está más que en la
adhesión creadora de nuestra voluntad a la dialéctica de la necesidad. El
hombre es inmortal en el dinamismo de la creación colectiva”.
En la misma página, hacia el
ángulo inferior izquierdo, mi ejemplar ─adquirido en una librería anticuaria─
lleva una gota de cera. Algún lector, en épocas en las que la dificultad se
vencía con esperanza y entusiasmo, sin duda descifró línea a línea el libro a
la luz de una vela, como Marcel Proust en la primera línea de su tiempo perdido.
Durante los primeros años de la
postguerra española, mi abuelo empezaba su lectura diaria a las cuatro o las
cinco de la mañana. Leía libros encontrados en los puestos callejeros, algunos
superados ya por los conocimientos modernos, otros referidos a saberes
mecánicos o administrativos muy alejados de sus reales intereses, muchos leídos
ya antes, cuando la vida era normal y sin venganzas. Había restricciones
eléctricas y se afirmaba libre a la luz de una vela.
Me imagino al desconocido
lector de mi ejemplar de El cemento
leyéndolo, en la España de los años cuarenta, sumergido cómplice de la
madrugada, con el libro entre las manos y a la luz sombreada de una vela de
cera. No se debía a que la adhesión voluntaria a la necesidad crease a libertad
sino, por el contrario, ésta surgía de la negación de lo necesario por
obligado. Frente a la seguridad que la anulación de la propia personalidad
proporcionaba, mi abuelo y el lector desconocido ejercían su libertad con la
lectura a la hora en que, entonces, no llegaba lechero alguno. Su esfuerzo
imponiéndose por encima de los inconvenientes, del silencio, de la uniformidad,
del ocultamiento y de las sombras temblorosas de una luz inestable transformaba
miedo y vergüenza en afirmación casi heroica. No creo que los libros rompan la
libertad humana, por el contrario, incitan a obtenerla, incluso por el mero
acto de la lectura. El muro de las estanterías no encierra, protege, libera y
abre las puertas y ventanas de la individualidad.
Los personajes de Gladkov no
sabían aún a lo que conducirían los grandes movimientos sociales que estaban
viviendo, como nosotros aún ignoramos a dónde nos conducirán las máquinas
intermediarias del conocimiento que ahora manejamos. Hay quienes creen,
incluso, que en estas máquinas reside el saber. Me temo que en ellas pudiera
sólo residir el poder.
Aquel lector desconocido,
leyendo de madrugada a la luz de una vela, venciendo al miedo y a las
dificultades, defendía decididamente su libertad. La gota de cera, hacia el
ángulo inferior izquierdo de la página 144, es su mejor monumento.
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