jueves, 9 de julio de 2015

Carta a Guillermo. Literatura y vida.

En esta habitación en la que duermes trabajaba mi padre. Su mesa recibía en la mañana la claridad del día y, desde ella, contemplaba el cielo rojo por la tarde, como mamá te habrá mostrado tantas veces. Es muy posible que, al dormir, aún respires el eco de un poema perdido por la estancia, o un halo de inspiración que olvidase el día en que salió definitivamente hacia un hospital de versos sin retorno.
El padre de tu abuelo queda para ti muy lejos. No te haces a esas marcas que el tiempo sigue para ordenar la vida y los recuerdos. Apenas si los tienes, aún construyes la pequeña cestita en que guardarlos, huevos de la aventura, manzanas de una niña y su capucha roja. Siguen, con sus delantalitos blancos, el lagarto y la lagarta que perdieron su anillo de desposados. Te enseñó a recitar ese poema la abuelita. El poema, la abuelita, los lagartos, los delantalitos y el anillo ya forman parte de tu mundo y van contigo en la cesta de las manzanas de los recuerdos.
Escuchas muchas noches cómo una historia ajena resbala de mis labios, sigues sin gesto alguno que perturbe el momento, como si temieses que, por sentir deprisa, se perdiera un detalle sucesivo. Lees, cuando yo acabo un episodio intenso, las últimas palabras que de mi voz cayeron. Avanzamos así, yo leo y tú escuchas, tú lees y yo miro cómo los ojos buscan lo que por dentro de tu cuerpo corre ahora. Éramos tú y yo y, de repente, somos los dos un solo cuerpo que se tumba en la cama y comparte almohada con todas las palabras que flotando continúan entre los muebles, los muñecos, esa foto conmigo cuando eras chiquitito y un perfume fuerte que él usaba las mañanas y creo percibir aún tras la pintura de este nuevo tabique, de luces diferentes, de tu risa, Guillermo, que la risa y el llanto nunca pueden perderse. Queden para nosotros toda una vida larga.
En esta habitación juegas a veces a hacer magia. Todo puede ser digno de un mago. También, por el teléfono (¡qué pronto lo aprendiste!), me llamas y me dices que vuelva a leerte el cuento del potrillo negro. Y lo hago. E imagino cómo entre las nubes, los cables, el tráfico, la lluvia, atraviesa al galope mi palabra de una casa a otra, desde la mía a la tuya, desde un tiempo a otro tiempo, el mío casi gastado, el tuyo aún inocente, en su mismo principio.

Estás serio, seguro, silencioso, lamentando no poder leer a la vez lo que yo leo. Y es como el potrillo que brincase desde mi casa a ésta, que también fue la mía de niño, que abrigaba a un domador de palabras, un inventor de historias, cuyo perfume flota aún, cuyos versos resisten la pintura del tiempo, cuyos poemas surgen de detrás de los muebles. Ocupas un espacio que fue suyo y él te lo entrega ahora para tus sueños.
Un escritor es sueño permanente, magia continua, doma de los caballos de la aurora, caja de sorpresas, bosque cuyas hojas, cayendo de una en una, envuelven a un lector que, como tú, lee acompañado de su cesta de recuerdos poco a poco llenándose, ojalá que a mi lado mucho tiempo.
No saques nunca un pañuelo de una chistera falsa. Busca la fuente cierta de donde surgen los pañuelos blancos, rojos, y azules, de todos los colores. Aunque fuese un sombrero vulgar, tú puedes hacer de él la mejor chistera del mago. La magia está en tu mano. Como el poema estaba en la mano de aquel poeta anciano que no te conoció pero que supo que ibas a llegar, a pisar donde pisase, a reír donde riese, a leer donde leyera. Por eso te dejó el legado del aire y de su eco. Si un día fueses escritor, Guillermo, escribe siempre la vida, la que vivas o la que sueñes; sé verdadero contigo mismo.

Se ha terminado el cuento que hablaba de los miedos y tú me dices que el miedo no existe, abuelo Jorge, porque sólo es un cuento. Pero viviste conmigo el cuento, y no los miedos, pues sabes que el cuento es una vida que no vives, un verdad mentirosilla, un suspiro que nunca llega a llanto, que ni viento es, sino palabra nacida en tu pecho pero agarrada a la voz de tus padres, del abuelo y mi padre. Cogidos de la mano y en el tiempo, leemos todos despacio en esta habitación el cuento que escribimos, viviendo, cada día.

1 comentario:

  1. Oí decir que la patria de un hombre es su infancia. Bien sabes que este Jesús C. que te tuvo en clase antes, y mucho aprendió (hasta a olvidar su petulancia y respetarte, por mayor y por lo que vales), pero que empezó a ser discípulo tuyo tomando café en la gestión de aquel congreso, es un verdadero negado para la crítica literaria. No obstante, en recitales y
    lecturas, ha creído leerte innumerables huellas de mirar de infancia, que no de visión pueril. Ahora, que cuento con los años que tú tenías cuando te conocí, y, aunque la comparación de madureces no se sostiene por lo que a mí toca, sí que sé apreciar lo que se construye en esos ratos en los que el pequeño escucha los relatos. De hecho, una de las escasas esperanzas que me sostienen en la negrura de su posadolescencia es que, pasado el huracán, se reencuentre con los relatos de su primera infancia y recupere el futuro. Ojalá que Guillermo no olvide, cuando le haga falta, a ese Jorge, tan hijo, tan padre, y tan abuelo: una fuerte maroma a la que agarrarse cuando la marea se porga violenta.

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