Ya saben ustedes: la
verdad es la verdad, la diga Agamenón o su porquero. Yo, sin embargo, no estoy
del todo seguro.
¿La verdad es la verdad
o la verdad es la idea que en un momento llega a imponerse?
¿Echegaray era un
respetable autor dramático o un soberano imbécil, como pretendiera Ramón del
Valle-Inclán.
Los simbolistas, los
modernistas, la llamada en el entorno de 1900 “gente nueva”, los encerrados
bajo el marbete del 98, cumplieron con un deber casi freudiano que fue procurar
enterrar a la generación de sus padres.
Casi lo consiguieron
porque recordemos cómo Valle-Inclán acabó tratando a Benito Pérez-Galdós.
Algunos reconsideraron sus posiciones juveniles y, así, Azorín buscó la forma
de recuperar lo más válido de Campoamor, como de algún modo también hiciese
Antonio Machado.
Sin embargo, un baldón
pesadísimo cayó sobre la persona y la obra de José Echegaray y no parece haber
fuerza en el mundo para levantarlo. Mejor dicho, no parece haber fuerza ni
siquiera para reflexionar sobre si se debería o no levantar la losa que lo
cubre.
Es verdad que en España
lo peor que se puede ser es Premio Nobel. De hecho yo he decidido no aspirar a
obtenerlo. ¿Se han dado cuenta de que no hemos admitido claramente ninguno?
Echegaray fue tachado de imbécil. Contra el premio de Benavente se organizaron
manifestaciones. Cuando Juan Ramón Jiménez, un periodista preguntó si el
premiado era él o el borrico. La siguiente vez se aseguró que la Academia sueca no se
había atrevido a premiar a Alberti, al fin y al cabo comunista, por lo que
escogió a Aleixandre. Y cuando Camilo José Cela se llegó a escribir que el
Premio Nobel se había desprestigiado para siempre. ¡Caray, es que la Academia sueca parece no
acertar nunca con nosotros!
Ahora bien, eso sí, los
premiados extranjeros nos parecen estupendos. Vamos a tener que pedir el
ingreso en la francofonía, porque los franceses, por ejemplo, se alegran
siempre de sus premiados ya que saben que ello redunda en beneficio de todos.
Alguien dijo que la
envidia era el gran pecado nacional. Mucho de envidia hubo en la manera de
tratar a Echegaray y a su teatro.
Claro que había en la
personalidad de José Echegaray muchos rasgos capaces de levantar esa envidia
escandalosa.
¡Cómo se le puede
consentir a un burgués rico, ingeniero, profesor en la Escuela de ingeniería, autor
de obras científicas reconocidas, político, creador del Banco de España, buen
economista, respetado por esas actividades en todos los países de Europa, cómo
se le puede consentir –repito– a un personaje de esa ralea que decida un día,
sin previo aviso, como afición, empezar a escribir dramas, así, por gusto, y
consiga de golpe aquello que los dramaturgos profesionales buscan sin
conseguirlo años y años! ¿Cómo admitir que un parvenu, triunfador en la vida social, obtuviera además un éxito
indiscutible en los escenarios de toda Europa hasta el punto de conseguir el
Premio Nobel? Tal vez, pensémoslo bien, ni siquiera perteneciese inicialmente a
la Sociedad
de Autores ni a ninguna otra sociedad, asociación, club, montepío o sindicato
de escritores? ¡Un escándalo!
Os pido que suprimamos
la mirada heredada de la envidia antes de acercarnos a la obra de José de
Echegaray (del que ni siquiera nos hemos preocupado de recoger las obras
completas). Comprenderemos que el éxito se debió a que supo expresar los miedos
de la burguesía española de su época. También supo ridiculizarla porque sus
miedos eran, pese a su fuerza social, ridículos, de tan escaso aliento como sus
aspiraciones. Pero comprender no puede significar admitirlo todo.
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