El
centenario de la muerte del gran poeta Rubén Darío debería haber servido para
reconsiderar el significado de su obra, en lugar de seguir repitiendo que
renovó la métrica y que fue el primer poeta moderno en lengua española. Y ello
porque ni renovó totalmente la métrica ni fue el primer poeta moderno.
En
el caso de la crítica académica latinoamericana la explicación radica en el
convencimiento de que el Modernismo es un movimiento literario fundacional (lo
que sin duda es cierto) y, por lo tanto, nada o muy poco le debía a la poesía
española del siglo XIX. En el caso de la crítica académica española, sólo puede
entenderse porque la separación creada entre los especialistas en Literatura
Hispanoamericana y los de Literatura Española hizo que el conocimiento de los
campos administrativamente ajenos haya sido escaso.
La
renovación métrica la había llevado adelante en España José Zorrilla, cuya obra
extensísima demanda una revisión a fondo. Pese a la labor “cotidianizadora” de
los poetas realistas, como Campoamor y Núñez de Arce, que pareciera haber
unificado todo, la larga vida del poeta del Tenorio le permitió investigar
profundamente sobre ritmos, sonoridades, léxico y ambientes. Ello posibilitó la
labor de los poetas relegados bajo los marbetes de post-becquerianos o
pre-modernistas. Por eso, Leopoldo Alas “Clarín” ponía distancia ante los creadores
de bulevar, que decían hacer algo nuevo y sólo repetían lo ya escrito en los
años ochenta; o el inteligente Timoteo Orbe le advertía al jovencísimo Juan
Ramón Jiménez que fuera precavido con los “poetas mercuriales” (de la revista Le Mercure de France, llevada por el
grupo de poetas simbolistas) o aquellos otros de “la joven América”.
¿Qué
entendemos por modernidad poética? Los franceses lo tienen muy
claro: la que se inicia con Charles Baudelaire. Desde una visión europea, no
podríamos dejar de lado a Heine, quien impone el poema breve que defendía (sin
escribirlo) Edgar A. Poe. Desde la lengua española, la brevedad, la concisión y
el concepto de símbolo que tiene Gustavo Adolfo Bécquer son fundamentales. Si
en Baudelaire encuentran origen los movimientos parnasiano y simbolista
franceses, en Bécquer se fundamenta (como vieron Juan Ramón y Antonio Machado)
el simbolismo español.
En
la historia de la poesía moderna, el Parnasianismo, poesía de la exterioridad,
responde a un estadio anterior al Simbolismo, poesía de la interioridad. De
hecho, es el Simbolismo el origen de la poesía del siglo XX y en él militarán sus
mejores poetas (como José Ángel Valente). En el caso español, sólo vuelve a
aparecer el carácter parnasiano en la poesía reaccionaria historicista de José
María Pemán y, por ello, en la de algunos poetas franquistas de la guerra y de la
primera posguerra, en el sorprendente libro Alegría,
de José Hierro (en tendencia pronto abandonada por el autor), y, en la crisis
de mediados de los años sesenta, con Arde
el mar de Pedro Gimferrer y sus seguidores.
Rubén
Darío leyó al Verlaine simbolista cuando Juan Ramón y Antonio Machado le
prestaron los libros. Había leído, eso sí, al Verlaine anterior a Sagesse (1880). Admiró pronto a Martí y a José Asunción Silva. Que su pensamiento
estético no estaba tan definido es que, el mismo año de Azul, libro generalmente citado como fundador del Modernismo,
escribió el poema “Al obrero” (“Canto al obrero: su afán / y su brazo y su
tesoro; / trabajando gana el oro, / el oro, padre del pan.”; dice la primera
estrofa).
El
primer poeta americano que demostró en España entender el Simbolismo y saber de
él fue Francisco de Icaza, hombre de cultura y diplomático mexicano. Su
influencia en la concepción de la poesía simbolista española parece clara. La
de Darío se manifiesta en poetas parnasianos, como Manuel Machado, Francisco
Villaespesa, Eduardo Marquina…, que no constituyen el esqueleto de la poesía importante
española del siglo XX. En Juan Ramón Jiménez, poco queda de Darío más allá de
1905, y en Antonio Machado sólo encontramos rasgos esporádicos de aquella
belleza exterior que hiciera famoso al nicaragüense.
Pero
Darío aportó algo muy importante, además de la calidad intrínseca de su poesía:
la figura de poeta. Rubén era principalmente eso, poeta. Su vida se regía por el
convencimiento de que existe una mirada poética del mundo que permite
contemplarlo como una conjunción de tensiones; cuando su coherencia no se
percibe sólo puede resistirse con la acción o a través de los paraísos artificiales, sean éstos
promovidos por la droga o por el alcohol. La búsqueda esencial de la poesía
delinea un comportamiento humano que no ofrece duda alguna de su fin
revolucionario.
Darío
no se deja vencer por la belleza de las palabras. Insiste en que son signos de
valores, nunca valores. La búsqueda de la verdad a través del poema y el incorruptible
pensamiento político que ello conlleva fueron la gran lección que de él aprendieron
los poetas y que en él admiraron. Porque, según afirmaba, el cliché verbal sólo
esconde el cliché mental.
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