“En
un lugar de La Mancha de cuyo nombre no quiero acordarme”. Es ésta una frase, entre otras del Quijote, que todos sabemos de memoria. Más raro es encontrar quien recuerde un versos cervantido, salvo aquel en el que Babieca le comenta a Rocinante: "Metafísico estáis", a lo que éste replicará: "Es que no como". Permítanme
que juegue con el verso y, en charla entre dos personajes, le haga decir a uno:
“Aprendiste a leer”, y otro responda: “No entiendo nada”. Y es que se puede
saber leer y no ser capaz de descubrir el sentido de un texto.
Solemos
pensar que es difícil escribir, pero lo que realmente trae consigo dificultad
es leer. Escribir implica contar con una dirección que debe gobernar la
escritura, aunque haya escritores sin dirección ni gobierno, y así les va en la
travesía. Pero el lector aborda la página sin rumbo alguno, con un bagaje de
experiencias, sí, pero con una brújula como único instrumento. El
problema de esta brújula lectora es que no suele estar imantada y, por lo
tanto, su aguja gira sin detenerse y sin orientar en principio al quien lee. Por
eso, el lector se agarra a la ficción, al argumento, a la historia.
Frente
a una novela, el lector temeroso que se aproxima confía en que el escritor haya
seguido aquella pretensión que confesaba Cervantes: procurar que las oraciones
así como los periodos sonoros y festivos salgan a la llana y con palabras
significantes, honestas y bien colocadas, pintando la intención en todo lo que alcanzara y fuere posible y
dando a entender los conceptos sin intrincarlos ni oscurecerlos. Así, tal vez,
el autor consiguiera que, al leer su historia, “el melancólico se mueva a risa,
el risueño la acreciente, el simple no se enfade, el discreto se admire de la
invención, el grave no la desprecie, ni el prudente deje de alabarla” ¿Pero
qué pueden hacer, cómo se comportarán, no ya frente a la novela, sino ante la
poesía, el melancólico, el risueño, el simple, el discreto o el grave? ¿Cómo
orientarse si no hay argumento al que agarrarse?
Toda
lectura, y especialmente la de poesía, tiene tras de sí una historia propia, un modo acendrado de encarar el texto.
Es, de hecho, una actividad histórica. Una labor asentada en el tiempo que responde
a una élite intelectual, una casta de gentes especializadas (como dice Jacques
Leenhard), y la historia con su exigencia complica el obvio esquema de la comunicación que desarrollan todos los manuales. Como he
dicho, en literatura (y sobre todo en poesía) saber leer no implica comprender. Pero: “—Aprendiste a leer. —No entiendo nada” .
Van
a decirme que existe también una poesía lineal, fácil, entendible a la primera,
pero no estoy seguro de que eso, en el segundo decenio del siglo XXI, pueda
considerarse poesía, por mucho que inunde las redes y consiga lectores por
millares. Además de a los panales de rica miel o a los pasteles, como
versificaba Samaniego, las dos mil moscas acuden a otras materias. La poesía,
hoy, sólo puede concebirse como el intento de decir lo que no puede decirse por
otros medios. Nada podría sustituirla y, por ello, carece el poema de argumento
y sólo se concibe en cuanto etapa para el libro. Conseguir el libro, como
hubiera querido Mallarmé.
La
lectura siente, en primer lugar, los límites del enunciado, sabe (o debe saber)
que no puede salirse de sus límites. Sin
embargo, el enunciado como totalidad también organiza y posibilita la proyección en el fuera, hacia el exterior, por ejemplo a través de la simbolización, que permite
ampliar el campo significativo. Pueden darse al menos tres niveles semióticos: el referencial o comunicativo (el significado
inmediato del enunciado), el autorreferencial (desde el momento en que el
sujeto se proyecta en el enunciado y habla de sí mismo, creando un espacio en
el que tiende a instalarse el lector) y, en tercer lugar, el trascendente (que
irradia y repercute en lo que los psicólogos llaman las interacciones).
Tal vez parezca innecesaria esta introducción, pero la poesía de Miguel Veyrat tiene la virtud de
las obras importantes: obliga a que nos planteemos el ser de la poesía. Porque
la gran literatura no reafirma las definiciones asumidas, sino que las
interroga y las critica. Incluso puede negarlas.
“Sobre
la quilla de su lira / llegó manando / aquella cabeza / hasta la playa de
Lesbos”. Así comienza Tu nombre es eros,
de Miguel Veyrat.
Hemos
aprendido a leer. Entendemos lo que esa cadena de palabras significa, ¿pero
comprendemos? ¿Nos bastó el diccionario para acompañar al poeta en la travesía
lingüística que inicia? ¿Nos podemos atrever a embarcar con él (sin duda por el
Mediterráneo, porque a sus orillas nació la poesía occidental y a esos inicios vuelve
siempre el poeta)? ¿No correremos el peligro de ahogarnos en el piélago verbal
que resulta ser la incomprensión? “—Aprendiste a leer. —No entiendo nada”
En aquella primera estrofa del primer poema el sujeto del verbo parece llegar en un barco cuya quilla tiene forma de
lira (“Sobre la quilla de su lira / llegó”), o tal vez la lira que acompaña
típicamente el canto clásico se asemeje a un barco. Tal vez a un místico, es decir, a un barco mediterráneo, generalmente para cabotaje. La imagen es sencilla,
fácil de asumir. Pero no es un él
quien arriba, sino una cabeza (“llegó manando / aquella cabeza”). Suponemos que
cabeza sin cuerpo, pues de poseerlo se indicaría. ¿Por qué viene sólo y sola
una cabeza? Que nadie piense, dado el principio de mi intervención, que se
trata aquí de la cabeza parlante que fabricase don Antonio Moreno y con la que
maravilla a don Quijote y a Sancho Panza en el capítulo 62 del segundo Quijote. No. No es esa cabeza.
El
poeta fundador, aquel que encantaba a la naturaleza con sus versos y su canto,
que amansaba a los animales, que llegaba a conmover piedras y árboles, que
embelesó a Caronte e, incluso, a su can Cerbero, que hiciera olvidar su hambre
a Tántalo, que tanto sufrió y con tanta fuerza y belleza supo construir sus
elegías, fue despedazado por las mujeres tracias o por las Bacantes, o por el
enfado de Afrodita, o por Helio. Arrojados sus restos al río Hebro, la cabeza
siguió, separada del cuerpo, cantando (“llegó manando / aquella cabeza”, mana
el agua constante de la poesía, como la fuente machadiana); fueron luego sus
miembros arrastrados por las aguas hasta el mar y llevados por las olas hasta
la isla de Lesbos (“hasta la playa de Lesbos”, dice el poema); fue allí
enterrado por los habitantes, un ruiseñor cantó sobre su tumba y Zeus llevó su
lira al firmamento. Orfeo. El fundador de la poesía lírica, el maestro de todos
los poetas. Su advocación.
Esto
forma parte de la impedimenta del poeta cuando escribe el primer verso del
poema y del libro Tu nombre es eros.
Y si el lector comparte ese conocimiento, puede seguir felizmente la lectura: “la
mar estaba turbia / y una mujer dijo que / la sangre fue siempre / más espesa
que el agua”. Sangre y agua conforman el líquido oscuro que arrastra lo que
queda de Orfeo, cuya cabeza sigue cantando; por ello: “En cuanto se puso el
sol, / los muertos bajaron / juntos a la playa / para escuchar”.
Pero
el canto únicamente puede ser comprendido por los iniciados, tal vez por los
muertos, por aquellos que aprendieron (¿cómo? ¿cuándo?) y los demás son
abandonados fuera: “Cerrad las puertas ahora”, termina el poema. Si no queremos
nosotros ser abandonados, necesitaremos, al leer, transportar la carga
referencial que el texto exige. Y el poeta, sabedor de que no siempre ello será
así, declara muchas de sus fuentes más complejas en una serie de anotaciones al
final del libro. Es esto una particularidad harto curiosa, como si Miguel
Veyrat hiciese una edición crítica de su propia obra. Resulta llamativo que en
un libro anterior, El hacha de plata,
Veyrat dedica una nota incluso al nombre del prologuista. Pero no sólo son las notas
las que importan para la lectura, también las citas, desde Heidegger,
considerando la filosofía como asombro (en otro momento el filósofo alemán entenderá
la poesía como desvelación del misterio, lo que me parece especialmente
acertado), o Anne Carson, la poeta canadiense tan influida por la cultura
clásica, la que escribió, poniéndolo en boca de Catulo: “¿Por qué surge el
amor? / Y entonces me hice viejo, vino la muerte y escribí esto”. Y termina
Veyrat citando a Platón quien, en su diálogo Fedón dice: “Morir es ser iniciado”. ¡Que casualidad, Fedón es el diálogo sobre la escritura!
Todo
es como una enorme manta de la que sacamos hilos y más hilos y con ellos liamos
madejas y, tal vez, pudiéramos tejer nosotros también un libro, en cualquier
caso, sí, pensamientos.
Miguel
Veyrat nos anuncia, desde el primer poema de su libro, que la poesía, su
poesía, responde a una voluntad expresiva que no es la que en la literatura
española solemos denominar, con Blas de Otero, la de la inmensa mayoría. Se acerca de algún modo a Juan Ramón Jiménez,
aunque Otero no buscaba en absoluto oponerse al concepto juanramoniano de a la minoría siempre, y además Veyrat hace depender escribir
de la cultura, fundamentalmente clásica que le sirve de asidero; porque para
Veyrat la poesía necesita asentarse en una tradición mediterránea que considera
todo un universo de sentido.
Volvamos
a Miguel de Cervantes quien, en el capítulo XVI del segundo Quijote, nos dejó una definición
alegórica de poesía que, para él, era “como una doncella tierna y de poca edad
y en todo extremo hermosa, […] pero esta tal doncella no quiere ser manoseada,
ni traída por las calles, ni publicada por las esquinas de las plazas, ni por
los rincones de los palacios”.
Cervantes
defendía aquí una poesía del recogimiento, de la interioridad, propia de los
iniciados, al menos no entregada a mercaderes ni mercachifles. No pudo imaginar
cómo la literatura iba a modificar en el futuro sus funciones sociales, hasta
qué punto sería suplantada por los enunciados visuales, de qué modo la
narración se fijaría en la prosa, pero previó que la poesía se recluiría, tenía
esencialmente que recluirse en sí misma, como expresión de la individualidad
desde sentimientos no inmediatamente ligados a la experiencia material, sino al
profundo conocimiento del mundo. Aprovechó, en el capítulo 25 del segundo Quijote, aquel refrán que dice: “El que
lee mucho y anda mucho, ve mucho y sabe mucho”, que nos sirve hoy aquí, con
toda justicia, para definir a Miguel Veyrat y a su poesía.
Una
obra concebida desde estas premisas no se desarrolla a partir de experiencias
inmediatas. No toma un café en una esquina, ni se pregunta por los días de la
semana, ni llora porque hay malos olores en el metro. Surge de sí misma, de la
poesía anterior y de sus propios poemas. Nos serviría de ejemplo una de esas
esculturas cuya figura va haciéndose a sí misma, despojándose de la materia
innecesaria, desnudándose o contando si son catorce versos para comprobar que
el soneto se hizo.
Si
en el primer poema del libro hemos visto la llegada de la cabeza parlante, en
el segundo se dice que de ella manaba “una roja verdad” y se adjetiva a Orfeo
de doble del propio poeta y generador del mismo, “ovario sangrante del alba”.
El tercero acude a la expresión latina “Sema soma”, que concibe el cuerpo como
tumba, para titularse. El poeta es el ovario del habla, la fuente de la sangre
y la palabra y sólo ésta puede librar de la muerte, que es el silencio. En el
cuarto, la sangre tiene que convertirse en voz. En el quinto, la voz es la
copia de las pasiones y el deseo. En el sexto se teme la afonía, por lo tanto
la imposibilidad del canto, y, en el séptimo, de nuevo un título en latín,
“Flatus voci”, palabras vacías que se quedan en sólo signo porque les falta
vida, deseo, amor. Cada poema, por lo tanto, genera el siguiente, porque
nuestra lectura camina al ritmo de una teórica escritura reflexiva.
Sólo
desde la poesía surge el conocimiento. El poema se convierte en una sintética
expresión filosófica. He dicho algunas veces que el poema es una reflexión
filosófica a la que se ha desprovisto de las premisas y del razonamiento para
limitarase a la conclusión. El lector, pues, no puede seguir la larga
especulación del pensador, sino que tiene que descubrir a toda velocidad los
conocimientos y reflexiones que llevaron al poeta hasta el verso. No es ésta,
por lo tanto, una poesía fácil, ni falta que hace, pues el goce de la lectura,
sustentado en las palabras, se obtiene por el descubrimiento, en la luz que se
alcanza.
El
amor se hace con y desde las palabras. La voz se alza como un símbolo sexual
que penetra y posee. Y ello se plantea desde el nombre de Tiresias, el adivino
de Tebas que planteó la ambigüedad sexual y la discusión sobre el placer
masculino y el femenino. Junto a este poema de Tiresias aparece la figura de
Diótima para quien el amor es el anhelo de inmortalidad, pero todo conduce al
azar.
No pretendo aquí elaborar una interpretación detenida ni de la
poesía ni de este libro de Veyrat. Sí quisiera decir que es un libro místico,
en el que el poeta busca ser intemporal, primero al fundirse con Orfeo y, con
él, en toda la tradición (que resulta necesario conocer para adentrase en los
poemas), segundo porque el poeta erótico se funde con el ser amado que no es
sino la propia poesía. Como en Vicente Aleixandre, cuando el, poeta del 27 equipara
el amor a la destrucción de los amantes para crear otro ser distinto y uno, que
en el caso de Veyrat no es sino la palabra, el pronombre: ”Tú eres semen en su
principio y en mi fin Varón / A contraluz y mujer en bastidor”. La mística es
como una muerte. Obtener la poesía no puede conducir sino a la fusión en el
otro ser, amado, deseado, creado. Preguntar por el amor ya conduce a que se
fundan ser y tiempo, a que la palabra definitiva, al fin conseguida, llegue al
silencio, a la única eternidad posible. El mejor poeta acabaría siendo el que
calla. O el que muere. Como escribió Anne Carson: “Y entonces me hice viejo
vino la muerte y escribí esto”.
Miguel
Veyrat: Tu nombre es eros.
Me ha encantado todo lo que he leído. La poesía de Miguel me parece un canto a la eternidad. Yo, como hay referencias simbólicas de su poesía, que no entiendo, intento tan solo fluir con su inmensa sonoridad y dejo que mi imaginación y mi sentir vuelen con sus palabras. Gracias por compartir esto con nosotros. A usted y a Miguel Veyrat
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