La obra se sitúa en una indeterminada
Edad Media británica. Dos amantes, Lady Janet et Lord Slada, escapan de un rey
celoso y tirano que pudiera ser una caricatura de Napoléon III. Se refugian en
un viejo claustro donde, tras unas declaraciones de corte romántico, descubren
repentinamente que tienen hambre y sed. Un personaje, medio mago, medio bufón,
Airolo, ladrón y vagabundo, se ofrece a cocinarles porque « es un paraíso
amarse de esa suerte / mas de todos modos algo de alimento importa ».
Vemos ya que Hugo juega con los valores románticos, que él mismo ayudó a crear
con Hernani, Ruy Blas o Cromwell, para
romper la tensión heroica y volcarla en el humor o, incluso, en el esquema del cuento
infantil. Zineb, una bruja centenaria
que busca el mejor lugar para morir, predice al rey que él fallecerá justo
después de Airolo, por lo que éste puede atreverse a cualquier chantaje.
La obra fue escrita en 1867 durante el
exilio del escritor en Guernesey, una isla anglonormanda del Canal de la
Mancha, pero sólo fue representada en 1907. Posteriormente tuvo alguna otras
puestas en escena, de las que dan noticias los traductores. Se incorporó al
volumen El Teatro en Libertad,
editado incompleto en 1886, cuyo título busca expresar la escritura no censurada
de los textos. Que las obras busquen tratar de la verdad y la justicia no
explica, por lo tanto, la denominación.
Creo que conviene destacar la
publicación porque estamos en España necesitados de revisar el teatro del siglo
XIX en sus distintas vertientes. La Asociación de Directores de Escena de
España viene haciendo una labor importante, según demuestra su catálogo, pero
aún es preciso ampliar el esfuerzo. En el caso francés, Víctor Hugo, del que ha
llegado hace poco a las librerías la primera traducción completa de Los miserables, exige ediciones
cuidadas, entre ellas, precisamente, la de El
Teatro en Libertad, que nos permitiese también entender, entre otras cosas,
por qué las obras incluidas, aunque no todas, se escribieron en verso. Annie
Andioc y Juan Ramón Vera traducen en prosa, por lo que perdemos el peculiar
ritmo del alejandrino pareado francés, de tanto recorrido en el teatro clásico.
Ambos, sin embargo, hacen un trabajo meritorio y, sobre todo, útil. Cabe, eso
sí, preguntarse, por qué eligieron esta obra en el volumen de Hugo que contiene
piezas de muchísimo mayor interés. La imagen que se le queda al lector de este
libro es que el gran dramaturgo francés se limitó a hacer un divertimento que,
metafóricamente, pudiera tener sentido político, pero tan elemental que sólo
por el contexto del que se nos ha privado alcanza alguna fuerza.
Como tantas veces nos ocurre, caminamos en
esto de las traducciones, a saltos, al capricho de unos o de otros, sin
contemplar el panorama de lo que hay y lo que falta, perdiendo oportunidades y, desde
luego, sin lograr un verdadero conjunto referencial para nuestra cultura.
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