Conocí a
Carolina Sanabria hace unos años, en casa de unos amigos comunes en San José de
Costa Rica, su ciudad. Me contó que había estudiado en Barcelona y que era
discípula de nuestro amigo admirado Román Gubern. Días más tarde, me invitó a
comer en un restaurante de los que denominamos típicos y bebimos horchata que,
allí, nada tiene que ver con las chufas, sino que se hace con maní, a veces cacao,
y arroz.
Después de
aquella experiencia, no hemos vuelto a encontrarnos, aunque cruzamos mensajes
electrónicos con cierta frecuencia y leí, en cuando aparecieron, sus dos libros
anteriores a Las adaptaciones
subliminales. Tres obras maestras de Alfred Hitchcock, es decir: El ojo voraz y Contemplación de lo íntimo.
Ambos títulos
constituyen dos metáforas del cine: El
ojo voraz, el ojo que sólo desea absorber imágenes, hacerse con todas
ellas; Contemplación de lo íntimo, el
filme como descubridor de lo más secreto e interno del ser humano. El primer
título se refiere al espectador, al que mira, el segundo a lo mostrado, a lo
que se ve. Si los unimos, obtenemos la definición del cinéfilo: el ojo deseoso
de contemplar la intimidad.
Alguien
identificó al espectador como un voyeur.
Creo que carecemos de la palabra idónea en español para traducir el concepto
del vocablo francés. “Mirón”, no sirve. El voyeur
es algo más, es un vicioso de la mirada. Alguien que no puede prescindir de
mirar continuamente. Vicioso, por
ejemplo, es Jeff (James Steward) y, como los vicios se contagian o, al menos,
se comparten, envicia a Lisa (Grace Kelly), en La ventana indiscreta.
Si el efecto de
vértigo, la sensación de inseguridad y miedo a precipitarse cuando se mira
desde una altura, resulta evidente en la película que lleva ese nombre, la
mirada organiza sibilinamente (subliminalmente, diría Carolina) el discurso de Psicosis. Marion (Janet Leigh) es vista,
dentro de su Ford negro, en un cruce de calles por su jefe, a quien le había
dicho que se iba a casa por no encontrarse bien. Ella fija su miedo en un
constante mirar por el retrovisor. Cuando se aparta de la carretera para
descansar, se despierta siendo observada por un policía. Una tormenta no le
deja ver bien el camino. Las aves embalsamadas de Norman (Anthony Perkins)
fijan en la protagonista los ojos acusadores. Norman la mira desnudarse por un
agujero hecho en la pared. Y el ojo espantado y moribundo de Marion se funde
con el desagüe del baño por el que escapan las aguas sucias de su vida.
Si hasta ahora
la mirada era positiva (se veía algo) en el resto de la película resulta
negativa (no se ve). Ni Sam (el novio), ni Lila (la hermana), ni el
investigador privado consiguen encontrar a Marion. Norman pretende no haberla
visto. Sam muere creyendo haber visto a la madre de Norman. Sam no ve a Sam ni
a Norman y cree haber visto a la madre. Norman esconde a su madre en la bodega
para que no sea vista. Lila ve el hueco del cuerpo de la madre de Norman en la
cama. Para terminar, no ve a la madre, sino su momia.
¿Qué es lo que
ese ver y ese no ver descubren? La vida privada de las personas, en La ventana indiscreta, los secretos de
la incapacidad sexual de Scottie Ferguson (James
Stewart), en Vértigo, el
comportamiento irregular pero libre de Norman, lanzado al asesinato por la
irrupción de gentes extrañas en su vida, en Psicosis.
Es decir, ese ver y ese no ver descubren la intimidad que
quería contemplar el ojo vorazmente, lo más secreto e interno del ser humano.
No
podía, pues, Carolina Sanabria elegir mejores películas para hablarnos de cómo
entiende ella el cine. Al fin y al cabo, no se escribe para decir cómo son las
cosas, sino cómo nos parece a nosotros que son. Y la magia de un libro es que,
a través de su lectura, nos descubramos convencidos o entusiasmados por la
argumentación del autor.
Y
el juego de las cajas chinas, esa mise en
abîme de la que tanto habló en tiempos la crítica francesa, sigue adelante.
Porque las tres películas que Carolina comenta son versiones de obras
literarias. El tema de la adaptación le preocupa especialmente.
¿Qué
es una versión fílmica de una obra literaria? No una descripción de la misma,
sino el discurso de cómo un autor cinematográfico entiende la obra anterior. Su
propia lectura. Precisamente, su versión. Por eso, resulta mucho más difícil
adaptar al cine una buena novela que una novela mediocre. Se produce una
relación violenta, un enfrentamiento, del que sale airoso el más fuerte, el más
intenso, el que domina el mestizaje de los lenguajes. Como, en estos casos,
Alfred Hitchcock.
En todo esto me
ha hecho pensar este precioso libro de Carolina Sanabria. Ella y yo bebimos una
tarde horchata que, en Costa Rica, nada tiene que ver con la valenciana, pues
no se hace de chufas, sino mezclando, en agua y leche, sobre todo arroz y
maní convenientemente majados. Con un poquito de vainilla se le añade un
regusto sutil. Es una bebida mestiza, como las adaptaciones fílmicas de las obras literarias,
pues el maní es americano y el arroz lo llevaron a Costa Rica aquellos
españoles renacentistas que aún estaban en la Edad Media. ¿Y los anglosajones
como Hitchcock? Los anglosajones pusieron, pero sólo modernamente, la batidora.
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