martes, 17 de febrero de 2015

Hitchcock y Carolina Sanabria


Conocí a Carolina Sanabria hace unos años, en casa de unos amigos comunes en San José de Costa Rica, su ciudad. Me contó que había estudiado en Barcelona y que era discípula de nuestro amigo admirado Román Gubern. Días más tarde, me invitó a comer en un restaurante de los que denominamos típicos y bebimos horchata que, allí, nada tiene que ver con las chufas, sino que se hace con maní, a veces cacao, y arroz.
Después de aquella experiencia, no hemos vuelto a encontrarnos, aunque cruzamos mensajes electrónicos con cierta frecuencia y leí, en cuando aparecieron, sus dos libros anteriores a Las adaptaciones subliminales. Tres obras maestras de Alfred Hitchcock, es decir: El ojo voraz y Contemplación de lo íntimo.
Ambos títulos constituyen dos metáforas del cine: El ojo voraz, el ojo que sólo desea absorber imágenes, hacerse con todas ellas; Contemplación de lo íntimo, el filme como descubridor de lo más secreto e interno del ser humano. El primer título se refiere al espectador, al que mira, el segundo a lo mostrado, a lo que se ve. Si los unimos, obtenemos la definición del cinéfilo: el ojo deseoso de contemplar la intimidad.
Alguien identificó al espectador como un voyeur. Creo que carecemos de la palabra idónea en español para traducir el concepto del vocablo francés. “Mirón”, no sirve. El voyeur es algo más, es un vicioso de la mirada. Alguien que no puede prescindir de mirar continuamente. Vicioso, por ejemplo, es Jeff (James Steward) y, como los vicios se contagian o, al menos, se comparten, envicia a Lisa (Grace Kelly), en La ventana indiscreta  
Si el efecto de vértigo, la sensación de inseguridad y miedo a precipitarse cuando se mira desde una altura, resulta evidente en la película que lleva ese nombre, la mirada organiza sibilinamente (subliminalmente, diría Carolina) el discurso de Psicosis. Marion (Janet Leigh) es vista, dentro de su Ford negro, en un cruce de calles por su jefe, a quien le había dicho que se iba a casa por no encontrarse bien. Ella fija su miedo en un constante mirar por el retrovisor. Cuando se aparta de la carretera para descansar, se despierta siendo observada por un policía. Una tormenta no le deja ver bien el camino. Las aves embalsamadas de Norman (Anthony Perkins) fijan en la protagonista los ojos acusadores. Norman la mira desnudarse por un agujero hecho en la pared. Y el ojo espantado y moribundo de Marion se funde con el desagüe del baño por el que escapan las aguas sucias de su vida.
Si hasta ahora la mirada era positiva (se veía algo) en el resto de la película resulta negativa (no se ve). Ni Sam (el novio), ni Lila (la hermana), ni el investigador privado consiguen encontrar a Marion. Norman pretende no haberla visto. Sam muere creyendo haber visto a la madre de Norman. Sam no ve a Sam ni a Norman y cree haber visto a la madre. Norman esconde a su madre en la bodega para que no sea vista. Lila ve el hueco del cuerpo de la madre de Norman en la cama. Para terminar, no ve a la madre, sino su momia.
¿Qué es lo que ese ver y ese no ver descubren? La vida privada de las personas, en La ventana indiscreta, los secretos de la incapacidad sexual de Scottie Ferguson (James Stewart), en Vértigo, el comportamiento irregular pero libre de Norman, lanzado al asesinato por la irrupción de gentes extrañas en su vida, en Psicosis. Es decir, ese ver y ese no ver descubren la intimidad que quería contemplar el ojo vorazmente, lo más secreto e interno del ser humano.
No podía, pues, Carolina Sanabria elegir mejores películas para hablarnos de cómo entiende ella el cine. Al fin y al cabo, no se escribe para decir cómo son las cosas, sino cómo nos parece a nosotros que son. Y la magia de un libro es que, a través de su lectura, nos descubramos convencidos o entusiasmados por la argumentación del autor.
Y el juego de las cajas chinas, esa mise en abîme de la que tanto habló en tiempos la crítica francesa, sigue adelante. Porque las tres películas que Carolina comenta son versiones de obras literarias. El tema de la adaptación le preocupa especialmente.
¿Qué es una versión fílmica de una obra literaria? No una descripción de la misma, sino el discurso de cómo un autor cinematográfico entiende la obra anterior. Su propia lectura. Precisamente, su versión. Por eso, resulta mucho más difícil adaptar al cine una buena novela que una novela mediocre. Se produce una relación violenta, un enfrentamiento, del que sale airoso el más fuerte, el más intenso, el que domina el mestizaje de los lenguajes. Como, en estos casos, Alfred Hitchcock.
En todo esto me ha hecho pensar este precioso libro de Carolina Sanabria. Ella y yo bebimos una tarde horchata que, en Costa Rica, nada tiene que ver con la valenciana, pues no se hace de chufas, sino mezclando, en agua y leche, sobre todo arroz y maní convenientemente majados. Con un poquito de vainilla se le añade un regusto sutil. Es una bebida mestiza, como las adaptaciones fílmicas de las obras literarias, pues el maní es americano y el arroz lo llevaron a Costa Rica aquellos españoles renacentistas que aún estaban en la Edad Media. ¿Y los anglosajones como Hitchcock? Los anglosajones pusieron, pero sólo modernamente, la batidora.

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