Hace
unos años, el profesor Túa Blesa organizó, en la Universidad de Zaragoza, un
congreso sobre poesía española contemporánea en el que leí el texto que vengo
publicando en el blog. Por razones diversas no pudo al final publicarse el
libro previsto.
Debo
agradecer por encima de todo —y me gusta hacerlo aquí, en Zaragoza—, la defensa
que mi poesía hicieran, desde época temprana, tres poetas aragoneses: el
malogrado Julio Antonio Gómez, Ángel Guinda y Rosendo Tello Aína. Poco después,
buscaron integrarme en el —llamémoslo así— canon generacional mi entrañable
Jenaro Talens, Francisco Díaz de Revenga, Andrés Sánchez Robayna o José María
Balcells. A veces, sin embargo, la mala suerte parece haberme perseguido. Así,
el maestro Gerardo Diego escribió un generoso artículo sobre mi primera poesía,
pero los editores de la prosa completa —¡vaya por dios!— se han olvidado de
recogerlo. O la autora de un libro sobre la presencia de los poetas surgidos en
los años sesenta en las distintas antologías manejó ejemplares a los que debía
faltarle el cuadernillo en el que figuro. De todas formas tampoco reclamo nada.
Mi independencia me ha traído pequeñas desilusiones pero también una tranquilidad
absoluta. A la vez, me ha permitido desarrollar una poesía, con mejores o
peores resultados, de modo personal, acendrando cada vez más el sentido del
poema.
No
debo convertir estas páginas en una lista de elogios y agravios, entre otras
cosas porque no hay agravio alguno. Si mi obra merece ser subrayada, lo será.
Si no lo merece, lo mejor es que no se hable de ella. Tampoco soy tan
importante como para exigir nada. Simplemente soy.
Decía
líneas atrás que no nací sabiendo. Sí supe pronto que quería acercarme al poema
porque, en su escritura, me encontraba a mí mismo y me sentía libre. A partir
de un momento vi con claridad que tenía que conseguir el paso fundamental: en
el poema el lector debe encontrarse a sí mismo y sentirse libre. Se trata de un
cambio de dirección importantísima. Es exactamente eso lo que justifica —no la
escritura del poema, que lo hace en la propia vivencia del poeta— sino su
publicación. Tuve que separar también el transcurrir biográfico privado y la
escritura poética. La una depende del otro, pero la biografía no puede así, sin
más, abocar en el poema.
En el
poema, una experiencia sentimental y vital, por medio de una técnica (en mi
caso, como componente de esa técnica, es muy claro en los últimos libros el uso
de la tercera persona del singular), se ofrece a la manera de un campo de
operaciones para un lector. Y el poema importa, no tanto por la experiencia
escritora, sino porque permite una experiencia lectora.
Para
mí, esa experiencia es la del descubrimiento del sí mismo como individualidad
libre, dentro de la colectividad o no. De ahí aquella lúcida dedicatoria de
Juan Ramón Jiménez, tan mal comprendida: A
la minoría siempre. Sólo en la minoría es posible la lectura poética. Pero
es más aún, la poesía debe descubrirnos siempre como minoría, como minoría
máxima, como unidad. Aunque pudiera un día alcanzarse una inmensa mayoría de
unidades. Al oído, cantártelo a solas.
Y
ahora es cuando llega el símbolo.
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