Hace
unos años, el profesor Túa Blesa organizó, en la Universidad de Zaragoza, un
congreso sobre la poesía española contemporánea en el que leí el siguiente
texto. Por razones diversas no pudo al final publicarse el libro previsto.
Hablar de la propia obra poética
siempre es difícil. No tanto por eso que se dice con frecuencia de que el poema
debe explicarse a sí mismo (estaría tirando piedras sobre mi propio tejado de
profesor y de crítico), sino porque la conciencia del poeta es menos conciencia
histórica que lucidez del instante.
No
creo que el poeta sea —como se dijo de Cervantes— un ingenio lego. Sabe lo que
hace y por qué. Pero ello no significa que el poema sea un ejercicio (una
práctica) de la teoría. El poema surge en su escritura como una manifestación
natural de una reflexión asumida, interiorizada. La primera redacción del poema
(y digo bien la primera redacción) puede durar escasos minutos, pero sólo ha
sido posible por un madurar prolongado que, en algunos poetas, como Bécquer o
Juan Ramón Jiménez, pudiera haberse prolongado varios años. Más tarde vendrá la
corrección, proceso al que, a su vez, le cabe ser muy largo. Si se me permite
acudir a un símbolo conocido, también la rosa se abre en una noche, pero el
rosal y la propia rosa cargan con una larga historia tras de sí.
Yo no
he nacido sabiendo y estoy bastante satisfecho de ello. Es verdad que me estoy
jugando en estos momentos que alguno piense que he aprendido, pese a los años,
bastante poco. Pero, bromas y sarcasmos a un lado, he tenido las ventajas y los
inconvenientes de haber nacido en un hogar en el que la poesía era importante.
Mi abuelo, en tiempos joven modernista de las noches cordobesas y murcianas,
era un gran lector y publicó algunos libros en ediciones de cincuenta
ejemplares porque —decía— quien no tiene nada nuevo que decir sólo debe
molestar a los amigos. Mi tío, José Luis Gallego, escribía poemas a Juan Ramón
Jiménez desde una celda de condenado a muerte por haber pretendido reorganizar
una célula comunista bajo el primer franquismo. Mi padre, Leopoldo de Luis…
Bueno, mi padre es mi padre y permítanme que sólo diga de él que es una persona
sensata y de criterio. Vivir en una familia como la mía tenía —tiene— ventajas
e inconvenientes. Ventajas porque siempre hubo libros al alcance de la mano y
opiniones sobre la poesía y los poetas. Inconvenientes porque yo, sin
menospreciarla, nunca he querido escribir la poesía de mis mayores, sino la
mía.
La
dialéctica, y a veces la simple oposición, que ello motivara fue de efectos más
dolorosos fuera que dentro. Dentro siempre encontré una crítica durísima, pero
respetuosa y comprensiva con mis premisas, por erróneas que pareciesen. Fuera,
se me quería leer como un continuador de la poesía de compromiso de los
períodos inmediatamente anteriores (que, por otra parte, no desdeño), dejándome
fuera de modo reiterado de lo que era mi propio grupo generacional.
Decía
Camilo José Cela que este país es tan pobre que no da para hacerse dos ideas de
la misma persona. Si yo había conocido a los poetas de los cuarenta y los
cincuenta, si había oído en casa hablar de sus libros o a ellos mismos hablando
de su poesía — de Vicente Aleixandre a Dámaso Alonso, de Gabriel Celaya a Blas
de Otero, de José García Nieto a Rafael Morales, de Ángel Crespo a Carlos
Bousoño— yo no podía tener mi propia voz independiente y, por necesidad, tenía
que heredar los juicios que se emitieran sobre la poesía de mi padre. Tengo que
decir, al cabo de los años, que no me importa y que, si tengo que elegir, mi
elección es muy sencilla. Lo injusto, en cualquier caso, es que tuviera que
elegir o, peor aún, que no se me permitiera elegir.
No hay comentarios:
Publicar un comentario