miércoles, 12 de agosto de 2015

Reflexión desde mi poesía. Tres

Hace unos años, el profesor Túa Blesa organizó, en la Universidad de Zaragoza, un congreso sobre poesía española contemporánea en el que leí el texto que vengo publicando en el blog. Por razones diversas no pudo al final publicarse el libro previsto.

La lengua es el medio y el campo más mayoritarios. Es lo que todos, en una comunidad que llamamos lingüística, compartimos. Mas las palabras compartidas por todos necesitan ser lo suficientemente limadas —que decía Aleixandre— como para convenir a todos y no herir a nadie. Ya ha quedado claro que la generación poética surgida a mediados de los sesenta estuvo muy preocupada, obsesionada, por el lenguaje. Algún crítico la denominó precisamente así, “generación del lenguaje”. Todos los poetas se preocupan, claro es, por la palabra, pero la característica nuestra es la reflexión teórica que se confiesa abiertamente, como resumió en un verso brillante Guillermo Carnero: Mas recibí la flecha que me asignó Jakobson. Antiguo y moderno, teoría y práctica, seriedad e ironía. Creo que todos compartimos estos intereses.
El poema necesita huir de las palabras gastadas porque hay, debe haber, en él algo de descubrimiento. Pero tampoco puede el poema prescindir de esas palabras porque, sin ellas, no habría posibilidad de comunicación, como demuestran los cantos finales de Altazor, de Vicente Huidobro.
El símbolo es un retorcimiento semántico del vocablo para extraer un significado nuevo, recién nacido en el poema. Así obtenemos el nombre exacto de las cosas, de nuestras cosas propias, únicamente nuestras. Artificio que produce la verdad poética.
La técnica del poema tiene que ofrecer los enganches que sirvan de clave al lector para facilitarle la comprensión, el placer del descubrimiento y la apropiación. De esa forma, las cosas del poeta, manifestadas por la palabra exacta, se convierten en cosas del lector. Así de simple. Así de complejo.
Ustedes, lectores, son los que juzgan y deciden si, en mi obra poética, eso se consigue o no. Cuenta Juan Ramón Jiménez, en un texto de Por el cristal amarillo, que un moguereño quiso pintar la fachada de su casa y pasó a ver al vecino de enfrente para pedirle opinión y consejo. El vecino le contestó que él era el dueño de la casa y que él decidiera. A lo que el aseado moguereño respondió: “Sí, la casa es mía, pero quien la va a ver todas las mañanas al levantarse es usted”.
También ustedes son los que pueden ver mis poemas. Ya me gustaría que se encontrasen en ellos; que con y en ellos ejercieran su propia libertad.


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