miércoles, 12 de agosto de 2015

Reflexión sobre mi poesía. Uno


Hace unos años, el profesor Túa Blesa organizó, en la Universidad de Zaragoza, un congreso sobre la poesía española contemporánea en el que leí el siguiente texto. Por razones diversas no pudo al final publicarse el libro previsto.

         Hablar de la propia obra poética siempre es difícil. No tanto por eso que se dice con frecuencia de que el poema debe explicarse a sí mismo (estaría tirando piedras sobre mi propio tejado de profesor y de crítico), sino porque la conciencia del poeta es menos conciencia histórica que lucidez del instante.
No creo que el poeta sea —como se dijo de Cervantes— un ingenio lego. Sabe lo que hace y por qué. Pero ello no significa que el poema sea un ejercicio (una práctica) de la teoría. El poema surge en su escritura como una manifestación natural de una reflexión asumida, interiorizada. La primera redacción del poema (y digo bien la primera redacción) puede durar escasos minutos, pero sólo ha sido posible por un madurar prolongado que, en algunos poetas, como Bécquer o Juan Ramón Jiménez, pudiera haberse prolongado varios años. Más tarde vendrá la corrección, proceso al que, a su vez, le cabe ser muy largo. Si se me permite acudir a un símbolo conocido, también la rosa se abre en una noche, pero el rosal y la propia rosa cargan con una larga historia tras de sí.
Yo no he nacido sabiendo y estoy bastante satisfecho de ello. Es verdad que me estoy jugando en estos momentos que alguno piense que he aprendido, pese a los años, bastante poco. Pero, bromas y sarcasmos a un lado, he tenido las ventajas y los inconvenientes de haber nacido en un hogar en el que la poesía era importante. Mi abuelo, en tiempos joven modernista de las noches cordobesas y murcianas, era un gran lector y publicó algunos libros en ediciones de cincuenta ejemplares porque —decía— quien no tiene nada nuevo que decir sólo debe molestar a los amigos. Mi tío, José Luis Gallego, escribía poemas a Juan Ramón Jiménez desde una celda de condenado a muerte por haber pretendido reorganizar una célula comunista bajo el primer franquismo. Mi padre, Leopoldo de Luis… Bueno, mi padre es mi padre y permítanme que sólo diga de él que es una persona sensata y de criterio. Vivir en una familia como la mía tenía —tiene— ventajas e inconvenientes. Ventajas porque siempre hubo libros al alcance de la mano y opiniones sobre la poesía y los poetas. Inconvenientes porque yo, sin menospreciarla, nunca he querido escribir la poesía de mis mayores, sino la mía.
La dialéctica, y a veces la simple oposición, que ello motivara fue de efectos más dolorosos fuera que dentro. Dentro siempre encontré una crítica durísima, pero respetuosa y comprensiva con mis premisas, por erróneas que pareciesen. Fuera, se me quería leer como un continuador de la poesía de compromiso de los períodos inmediatamente anteriores (que, por otra parte, no desdeño), dejándome fuera de modo reiterado de lo que era mi propio grupo generacional.
Decía Camilo José Cela que este país es tan pobre que no da para hacerse dos ideas de la misma persona. Si yo había conocido a los poetas de los cuarenta y los cincuenta, si había oído en casa hablar de sus libros o a ellos mismos hablando de su poesía — de Vicente Aleixandre a Dámaso Alonso, de Gabriel Celaya a Blas de Otero, de José García Nieto a Rafael Morales, de Ángel Crespo a Carlos Bousoño— yo no podía tener mi propia voz independiente y, por necesidad, tenía que heredar los juicios que se emitieran sobre la poesía de mi padre. Tengo que decir, al cabo de los años, que no me importa y que, si tengo que elegir, mi elección es muy sencilla. Lo injusto, en cualquier caso, es que tuviera que elegir o, peor aún, que no se me permitiera elegir.

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