domingo, 25 de enero de 2015

Jesús González Requena al descubierto


Conocí a Jesús González Requena en 1977, cuando le invité a un seminario sobre lingüística cinematográfica, en Cáceres. Yo era entonces un joven catedrático entusiasta y, como se decía entonces, whith it, es decir, en el ajo, al tanto de lo que se cocía en los ambientes de la investigación y de la escritura. La inspiración de mi trabajo era la semiótica de raíz franco-italiana, y por eso convoqué a aquella pequeña ciudad de provincias que recién estrenaba universidad, a Francesco Casetti, Jenaro Talens, Roger Odin, Vicente Molina Foix, Francisco Llinás y tal vez a alguien más que ahora mismo no recuerdo. El seminario fue un éxito, pues un público animoso acudió a escuchar nuestras sesudas y, a la vez, distendidas conferencias, pese a que algunas se pronunciaran en francés o italiano. Fueron aquellos días síntoma de que algo estaba cambiando en el país, como todavía recuerda Casetti, desde su hace poco estrenada cátedra de Harvard. Todos, menos uno, fuimos junto a una botella de cava a ver una película musical. Francisco Llinás me había pedido que invitase a un joven a punto de licenciarse que trabajaba con él y del que esperaba mucho. Ese joven recomendado por Llinás, que no vino al cine con todos (según él porque debió de quedarse repasando su intervención del día siguiente), era Jesús González Requena.
Pueden los historiadores y biógrafos apuntar el dato, porque la formación semiótica de la mayoría de los integrantes de ese grupo cacereño explica muchos de sus planteamientos actuales. Probablemente porque la semiótica no es tanto un método de análisis como un concepto del mundo, o una forma de contemplarlo. Algunos pensaron que nuestro interés por el cine se debía a que resultaba más novedoso que estudiar las obras literarias, o a que cargaba con menor bibliografía crítica y teórica. Pero la verdad es que nos interesaba porque ofrecía una contemplación distinta del mundo, con una parcelación diferente de la realidad. Pero casi todos nosotros sabíamos que era imposible dejar a un lado la literatura y, sobre todo, que la materia de estudio eran los textos, cualesquiera que éstos fuesen. Sobre todo aquellos que ofrecían mayor campo de reflexión sobre el problema de la significación y, por ende, del entendimiento de la realidad.  

La distinción entre lo real y la realidad, que yo he expresado en mis escritos como diferencia entre la naturaleza y la realidad (no inocentemente una antología de mi poesía publicada en 1989 se titulaba Construcción de la realidad), aunque pueda tener un lejano origen kantiano, proviene de lo que luego sería el concepto de textualización y no está lejos de la idea de una semiótica del mundo natural de Greimas, que se resume en que todo es una red sígnica trabada. Así, González Requena puede decirle a Maite Gobantes en El texto y el abismo. Diálogos con González Requena (Barcelona: Sans soleil, 2014) que “sólo hay dos cosas: por una parte está lo real y por otra están los textos”, para poco después, explicar meridianamente: “No es más ni menos texto una película, una novela, que una fábrica o un sistema productivo”. Esta afirmación, de clara estirpe semiótica es tan importante que, como dice tantas veces González Requena cuando habla de los lacanianos en relación con Freud, los semiólogos la olvidan. Y como todo es un juego de poder al que ni Jesús ni otros no queremos jugar, dejamos de considerarnos lacanianos o semiólogos, porque la discusión terminológica, tan importante en filología, nos importa en el fondo una higa. Aquí de lo que realmente hay que discutir, como hubiera dicho Albert Camus, es del único problema filosófico verdaderamente serio: el suicidio. “Juzgar que la vida vale o no vale la pena de que se la viva es responder a la pregunta fundamental”. Ahí tiene que situarse la filosofía y, como estudio de los signos, de las textualizaciones, debe tomar silla la semiótica. Todo lo demás es puro dilettantismo.
Conceptos redefinidos como los de ficción, texto, la escritura como huella y otros, proceden también de la teoría semiótica de los setenta, y la reflexión por entonces de Jenaro Talens, luego más ocupado en su personal e importante obra poética, resultó fundamental como plataforma de discusión. Fueron aquellos unos años, tal vez pocos, en los que la universidad española se renovó y hubo un entusiasmo y una decisión de trabajo que me temo se haya perdido hoy. Maite Gobantes le viene a preguntar en el libro a González Requena si los estudiantes se muestran receptivos a su trabajo. Él contesta, con un aparente desánimo que luego sabe combatir: “No, no sé, voy tirando”. Mi pregunta hubiera sido si sus propios colegas son receptivos a su trabajo o todo lo que se hace cae en el pozo más profundo del desinterés, cuando no de la indiferencia, propio de un país en el que la polémica intelectual ha desaparecido. En el libro hay un capítulo valiente sobre la universidad española hoy que permite entender en gran parte, a quienes no tengan la experiencia, la inoperancia de la institución.
En un momento en el que resulta excepcional encontrar un libro que nos importe, que nos lleve hacia la reflexión, estas conversaciones de María Gobantes Bilbao con Jesús González Requena resultan estimulantes. Son muchos los temas que trata, los directamente ligados a la significación o a la interpretación de la realidad, pero también el feminismo, el machismo, el psicoanálisis, la religión y las creencias. No puede despacharse en unos minutos y unas líneas, pero me temo que no ocasionará la polémica y la discusión que merece. Tampoco puede leerse, pese a que apasione, en un momento y sin la tranquilidad que un pensamiento claramente expuesto merece. González requena se desnuda intelectualmente. María Gobantes tiene el enorme mérito de haber conseguido que se entregase. Ha sido un acierto. Un libro, para los que aún creemos y confiamos en la inteligencia, imprescindible.

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