Para María Teresa Gallego
Urrutia,
excelente traductora y compañera
de juegos
“La idea de un
ensayo que hubiera llevado como título: De
la eminente dignidad de los traductores en la República de las Letras
parece, a primera vista, seductora”. Y sigue el autor de la frase: “Se percibe
de entrada el paralelo, que podría conducirse con mayor o menor habilidad, con
el sermón de Bossuet sobre la eminente
dignidad de los pobres en la
Iglesia ”. Desde 1929, Valéry Larbaud, a quien pertenecen
las citas anteriores, fue publicando artículos sobre el oficio de traductor y,
en 1945, salió de imprenta un librito de cincuenta y ocho páginas titulado Sous l’invocation de Saint Jérôme (Bajo
la invocación de San Jerónimo), santo al que se considera patrono de los
traductores. La existencia de un refugio celeste para los posibles acusados de
traición (ya se sabe: traductor, traidor) siempre me ha parecido que califica a
los practicantes del oficio como altamente precavidos. No estoy seguro, sin
embargo, de que San Jerónimo contemple, dada la cortedad de su vista, según los
pintores que de él se ocuparon, a todos cuantos pudieran necesitar de su ayuda.
Veámoslo.
El novelista Juan
Valera tuvo un hijo, también diplomático, Luis, que en 1900, en plena guerra
con los boxers fue destinado a Pekín como Secretario de Embajada, para ayudar al Embajador de España, que condujo solo la legación durante los famosos 55 días y que fue decano del cuerpo diplomático extranjero en China (pese a su mínima presencia en la famosa película estadounidense).
Luis Valera escribió un
libro sobre su experiencia, cuyo título no le produjo grandes quebraderos de
cabeza: Sombras chinescas. Recuerdos de
un viaje al celeste imperio. Es difícil colocar más tópicos en tan pocas
palabras, pero el hijo no aprendió mucho como escritor de su padre. Describe, en un momento de su narración, el dificultoso
viaje en carreta de mulas desde Tungchao a la capital china dentro de una
expedición del ejército francés. Con el suelo embarrado, los vehículos
avanzaban trabajosamente, lo que explica, aunque no justifica, las numerosas
blasfemias que proferían los conductores, quienes: “hacían restallar sus látigos,
apaleaban sin piedad a las mulas y les gritaban: ¡hue! ¡hue! o ¡diá! ¡diá!”.
Explica acertadamente el narrador que así se dice en francés ¡arre!, distinguiendo, con mayor
precisión que los carreteros españoles, si las caballerías deben avanzar hacia
la derecha o hacia la izquierda. Y comenta: “Pero daba la maldita casualidad de
que (cosa que no supimos los franceses ni yo hasta mucho más tarde) el
mencionado ¡hue! es la voz china para
decir precisamente todo lo contrario, o sea ¡só!,
en castellano de carreteros. Las pobres mulas chinas, por falta de intérprete
que les tradujera el pensamiento de aquellos conductores [...] se volvían
tarumbas con los palos recibidos para que anduviesen y los gritos que les
mandaban quedarse quietas, [...] y acababan por tumbarse y revolcarse pateando,
rotos los tirantes, riendas y colleras y rotos y volcados también los
vehículos”.
No parece necesario
decir mucho más para comprender la importancia de los buenos y oportunos traductores. Además, en este período globalizador, conviene reclamar la extraordinaria importancia de que los Estados organicen sin falta un cuerpo oficial
de traductores animales. También resultaría oportuno facilitar a San Jerónimo la asistencia
precisa para que, aligerado de otras tareas, pudiera amparar también a esos
nuevos profesionales.
De no hacerse así,
seguiremos asistiendo a la rebelión de las mulas en los caminos de China y en algunos despachos.
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