domingo, 18 de enero de 2015

Reconocimiento a Rafael Utrera


A quien escribe hay que conocerlo primero por lo que escribe. Así se forjó la amistad entre Rafael Utrera y yo. Ambos nos interesábamos por las relaciones del cine y la literatura, preocupación que en España había tenido hasta entonces, mediados de los años setenta del siglo pasado, muy poco recorrido. Creo que fue él quien primero me envió un artículo suyo aparecido en algún periódico sevillano. Los míos se publicaban entonces en la revista Cinema 2002.
En mayo de 1979 tomé posesión de una cátedra en la Universidad de Sevilla. Era una de esas cátedras que aún conservaban denominación antigua y pretendían conocimiento enciclopédico, “Lengua y Literatura Española en sus relaciones con la Literatura Universal”. Agobiado por esa responsabilidad digna de la Unesco, casi lo primero que hice fue ponerle unas líneas a Rafael y sugerirle que nos viéramos. Esperaba encontrar en él un soplo de aire moderno que no circulaba por mis despachos universitarios, pues ya se habían apagado los rescoldos de Pedro Salinas y Jorge Guillén quienes, en tiempos, desempeñaron la misma cátedra. La guerra civil y la posguerra, además de enviar a la hoguera la mayor parte de los libros de la generación del veintisiete que había en la biblioteca, dejó por treinta años un tufillo conservador que era difícil de ventilar. Olía a rebaño.
Dos personas fueron en un principio mis tablas de salvación intelectual en aquella emocionante Sevilla de mis treinta años y temprana cátedra: el culto, exquisito y fino poeta Jacobo Cortines (de quien conviene recordar la inteligente afirmación académica de que la novela pastoril aburre incluso a las ovejas) y el modesto, silencioso y exacto Rafael Utrera. Con el primero conocí la ciudad elegante, sabia tradicionalmente internacional y moderna, espléndida pero nada pretenciosa, segura de su valía, capaz de moverse entre Milán y Nueva York para descansar luego en un paraíso a la orilla del Guadalquivir, recitando poemas del primer Renacimiento, meditando el paisaje y sabiéndose eterna. “Los tejados, la torre, el castillo, la orilla / con vacas y caballos, eucaliptos y juncos. / El pantano celeste y al final la montaña / de cumbres pedregosas con reflejos de plata”, escribe el poeta.
Con Rafael Utrera descubrí la Sevilla oculta del trabajo y la entrega, la Sevilla del susurro alejado de la feria de las vanidades y la exhibición santoral. En él aprecié su silencio, su amor por la obra bien hecha, su paciencia infinita para escribir lo exacto, su seguridad erudita, su generosidad. No hay dato que falle en sus escritos, ni juicio apresurado, ni presunción alguna, ni desprecio por la obra del colega. Hay trabajo calmo, casi oculto, como si pretendiese que nadie se diera cuenta de su existencia. Y van cayendo las páginas, los artículos, los libros, las reflexiones, las certezas, una tras otra, impenitentemente. He viajado con él por Europa, lo he visto negociar una colaboración, recibir un elogio, acomodar un juicio. Nunca mostró atrevimiento alguno, compromiso que no pudiese cumplir, lucimiento personal. Su actuar fue siempre modélico y de su modo de hacer pudieron los estudiantes aprender una forma de vivir y un amor por el trabajo que son, lamentablemente, hoy en día, poco reconocidos.
Durante muchos años presidí tribunales de acceso a la Universidad. Comprobé convocatoria tras convocatoria que los alumnos de un colegio determinado siempre obtenían calificaciones muy estimables en Lengua y en Literatura. Nunca me había preocupado por ello pero, en una ocasión, pregunté por el colegio y me interesé por quién había sido su profesor. Los catedráticos universitarios, encerrados como estamos en nuestro puesto, mirando por encima del hombro a los profesores de otros niveles educativos, creyéndonos los reyes del mambo, pocas veces se no ocurre saber quién les ha enseñado bien o mal a los estudiantes durante su bachillerato. Aquella mañana de la primavera sevillana, con el calor ya apuntando, lo pregunté. Varios jóvenes alegres por sus notas de ingreso respondieron a coro: “Don Rafael Utrera”.
Don Rafael Utrera. Cuando el rector Pérez Royo me encomendó poner en marcha los estudios de comunicación en la Universidad, lo llamé inmediatamente y le ofrecí que se encargase de la Historia del Cine. Era, creo yo, la responsabilidad con la que había estado soñando desde hacía años sin saberlo. Aceptó y me enorgullece que aceptase. Su ayuda fue extraordinaria y su labor nunca suficientemente reconocida.
A Rafael Utrera le debemos que la cultura española tenga un panorama histórico sólido de cómo el cine fue desarrollando propuestas literarias y de qué forma la literatura reaccionó a la presión fílmica. Pocas culturas pueden presumir de estudio similar y tan amplio. Hace poquísimos días, una estudiante retornada de cursar un Máster en Londres, vino a mi despacho a pedirme que le dirigiera una tesis sobre la relación del cine y la literatura. Aseguraba que en la Universidad británica le comentaron que era un campo aún poco explorado. No dejó de sorprenderme la afirmación, incluso referida al mundo anglosajón, pero me limité a preguntarle si conocía la obra de Rafael Utrera. La alumna se fue a la biblioteca, consultó los fondos y volvió a verme para pedirme perdón por la tontería que me había dicho. Y añadió: “Le voy a enviar las fichas de las publicaciones de Utrera a mi profesor londinense”. Y yo pensé, a ver si se enteran.
A ver si se enteran, allí y aquí, de que en nuestras universidades, hay numerosos investigadores que, en silencio, con la modestia de los medios que los gobiernos otorgan, sin alharacas ni brillos innecesarios, van construyendo la historia cultural de nuestro país. Profesores a los que les debemos entender quiénes somos y sobre cuya obra necesita asentarse nuestro futuro, si queremos ser algo en el mundo y con nosotros mismos. Entre ellos, descollando por su calidad científica y humana,  está el Profesor doctor don Rafael Utrera. Gracias, amigo y maestro de tantos.

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