A
quien escribe hay que conocerlo primero por lo que escribe. Así se forjó la
amistad entre Rafael Utrera y yo. Ambos nos interesábamos por las relaciones
del cine y la literatura, preocupación que en España había tenido hasta
entonces, mediados de los años setenta del siglo pasado, muy poco recorrido.
Creo que fue él quien primero me envió un artículo suyo aparecido en algún
periódico sevillano. Los míos se publicaban entonces en la revista Cinema 2002.
En
mayo de 1979 tomé posesión de una cátedra en la Universidad de Sevilla. Era una
de esas cátedras que aún conservaban denominación antigua y pretendían
conocimiento enciclopédico, “Lengua y Literatura Española en sus relaciones con
la Literatura Universal”. Agobiado por esa responsabilidad digna de la Unesco, casi lo primero que hice fue
ponerle unas líneas a Rafael y sugerirle que nos viéramos. Esperaba encontrar
en él un soplo de aire moderno que no circulaba por mis despachos
universitarios, pues ya se habían apagado los rescoldos de Pedro Salinas y Jorge
Guillén quienes, en tiempos, desempeñaron la misma cátedra. La guerra civil y
la posguerra, además de enviar a la hoguera la mayor parte de los libros de la
generación del veintisiete que había en la biblioteca, dejó por treinta años un
tufillo conservador que era difícil de ventilar. Olía a rebaño.
Dos
personas fueron en un principio mis tablas de salvación intelectual en aquella emocionante
Sevilla de mis treinta años y temprana cátedra: el culto, exquisito y fino
poeta Jacobo Cortines (de quien conviene recordar la inteligente afirmación
académica de que la novela pastoril aburre incluso a las ovejas) y el modesto,
silencioso y exacto Rafael Utrera. Con el primero conocí la ciudad elegante,
sabia tradicionalmente internacional y moderna, espléndida pero nada
pretenciosa, segura de su valía, capaz de moverse entre Milán y Nueva York para
descansar luego en un paraíso a la orilla del Guadalquivir, recitando poemas
del primer Renacimiento, meditando el paisaje y sabiéndose eterna. “Los
tejados, la torre, el castillo, la orilla / con vacas y caballos, eucaliptos y
juncos. / El pantano celeste y al final la montaña / de cumbres pedregosas con
reflejos de plata”, escribe el poeta.
Con
Rafael Utrera descubrí la Sevilla oculta del trabajo y la entrega, la Sevilla
del susurro alejado de la feria de las vanidades y la exhibición santoral. En
él aprecié su silencio, su amor por la obra bien hecha, su paciencia infinita
para escribir lo exacto, su seguridad erudita, su generosidad. No hay dato que
falle en sus escritos, ni juicio apresurado, ni presunción alguna, ni desprecio
por la obra del colega. Hay trabajo calmo, casi oculto, como si pretendiese que
nadie se diera cuenta de su existencia. Y van cayendo las páginas, los
artículos, los libros, las reflexiones, las certezas, una tras otra,
impenitentemente. He viajado con él por Europa, lo he visto negociar una
colaboración, recibir un elogio, acomodar un juicio. Nunca mostró atrevimiento
alguno, compromiso que no pudiese cumplir, lucimiento personal. Su actuar fue
siempre modélico y de su modo de hacer pudieron los estudiantes aprender una
forma de vivir y un amor por el trabajo que son, lamentablemente, hoy en día,
poco reconocidos.
Durante
muchos años presidí tribunales de acceso a la Universidad. Comprobé convocatoria
tras convocatoria que los alumnos de un colegio determinado siempre obtenían
calificaciones muy estimables en Lengua y en Literatura. Nunca me había
preocupado por ello pero, en una ocasión, pregunté por el colegio y me interesé
por quién había sido su profesor. Los catedráticos universitarios, encerrados
como estamos en nuestro puesto, mirando por encima del hombro a los profesores
de otros niveles educativos, creyéndonos los reyes del mambo, pocas veces se no
ocurre saber quién les ha enseñado bien o mal a los estudiantes durante su
bachillerato. Aquella mañana de la primavera sevillana, con el calor ya
apuntando, lo pregunté. Varios jóvenes alegres por sus notas de ingreso
respondieron a coro: “Don Rafael Utrera”.
Don
Rafael Utrera. Cuando el rector Pérez Royo me encomendó poner en marcha los
estudios de comunicación en la Universidad, lo llamé inmediatamente y le ofrecí
que se encargase de la Historia del Cine. Era, creo yo, la responsabilidad con
la que había estado soñando desde hacía años sin saberlo. Aceptó y me
enorgullece que aceptase. Su ayuda fue extraordinaria y su labor nunca
suficientemente reconocida.
A
Rafael Utrera le debemos que la cultura española tenga un panorama histórico
sólido de cómo el cine fue desarrollando propuestas literarias y de qué forma
la literatura reaccionó a la presión fílmica. Pocas culturas pueden presumir de
estudio similar y tan amplio. Hace poquísimos días, una estudiante retornada de
cursar un Máster en Londres, vino a mi despacho a pedirme que le dirigiera una
tesis sobre la relación del cine y la literatura. Aseguraba que en la Universidad
británica le comentaron que era un campo aún poco explorado. No dejó de
sorprenderme la afirmación, incluso referida al mundo anglosajón, pero me
limité a preguntarle si conocía la obra de Rafael Utrera. La alumna se fue a la
biblioteca, consultó los fondos y volvió a verme para pedirme perdón por la
tontería que me había dicho. Y añadió: “Le voy a enviar las fichas de las
publicaciones de Utrera a mi profesor londinense”. Y yo pensé, a ver si se
enteran.
A
ver si se enteran, allí y aquí, de que en nuestras universidades, hay numerosos
investigadores que, en silencio, con la modestia de los medios que los
gobiernos otorgan, sin alharacas ni brillos innecesarios, van construyendo la
historia cultural de nuestro país. Profesores a los que les debemos entender quiénes
somos y sobre cuya obra necesita asentarse nuestro futuro, si queremos ser algo
en el mundo y con nosotros mismos. Entre ellos, descollando por su calidad
científica y humana, está el Profesor
doctor don Rafael Utrera. Gracias, amigo y maestro de tantos.
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