Resulta siempre interesante repasar los escritos iniciales de un
autor porque suelen encontrarse rasgos que caracterizarán su estilo y, también,
temas luego recurrentes.
Por eso me ha resultado fascinante la lectura de la plaquette que, bajo el título Siete relatos, plublicase en Bogotá, y en 1980, Consuelo Triviño. Halla el lector elementos formales y temas que serán
constantes en su obra.
El breve prólogo de presentación —firmado por Harold
Alvarado, un poeta con cierta fama por entonces de rebelde— no le hace
curiosamente ningún gran favor a la autora, pues relega los cuentos a unas
experiencias reales comunes y pasajeras, intrascendentes por lo tanto, y limita
su pericia narrativa a un hacer casi instintivo. Pero, precisamente, si algo de
valor hay en estos relatos es todo lo contrario: una evidente voluntad de
literaturización de la experiencia que, a la vez, se eleva como pantalla inteligente
capaz de difuminar las posibles anécdotas dentro de un crisol repleto de
misterios, ensueños y frustraciones de origen romántico. No es tampoco, creo
yo, Boris Vian el modelo que pudo servir de referencia a Triviño, aunque tal
vez lo hubiera ya leído, sino la lectura de Kafka, que le enseñaría lo absurdo
de las relaciones humanas, y la de Borges de quien, como tantos escritores de
su generación, aprendería cómo la técnica literaria puede desideologizar los
sentimientos de mayor compromiso a través de la magia de lo cotidiano. El
interés sostenido de estos planteamientos explica que la autora buscara
reescribir mucho después algunos de estos cuentos en un libro mayor.
En un artículo treinta y tantos años posterior sobre Javier
Marías, Consuelo Triviño subraya la importancia de fijar el punto de vista
narrativo a la hora de encarar cualquier relato. Esta preocupación está ya presente en sus cuentos de 1980,
cuando disocia los receptores del relato "Emma", el teórico
innominado de todo texto y la propia protagonista de la historia: "Se
alejó... se perdió...vaciló....", frente a "ahí estás... recorriste, alguien te
esperaba...". En otras ocasiones ("Yo no los maté") introduce la
primera persona reflexiva dentro de la narración en tercera o concluye la
historia de un suicidio, que hubiera sido inverosímil en boca del suicidado, con
un párrafo en primera de un narrador paralelo ("El suicida"). También
se pregunta sobre la idoneidad de la historia: "...no tiene la suficiente
importancia como para ser contado..." ("Sola o acompañada"). El
falseamiento de la realidad se evidencia cuando la narradora ve algo invisible,
lo que supone inspiración literaria y no experiencia: "Todo era
tinieblas... los ojos
podían contemplarse".
En la vertiente temática, estos primeros cuentos aportan ya la
constancia de la soledad, la insistencia de una búsqueda que se fija
simbólicamente en seres fracasados, por lo que nunca se colma la inquietud, la
dicotomía entre la mujer aburguesada que busca la libertad y la mujer libre que
no encuentra la felicidad, la necesidad de la huida, de dónde sea y hasta lo
indefinible, siempre en busca de una plenitud inalcanzable. Esa búsqueda
continua definirá temáticamente
la obra de Consuelo Triviño ya desde este cuadernillo de 1980.
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