domingo, 29 de noviembre de 2015

José Emilio Pacheco

Recuerdo esta mañana de domingo al gran poeta mexicano José Emilio Pacheco. Me he levantado de la mesa y he extraído uno de sus libros del estante. Es el volumen de, entonces, sus poesías completas. Las publicó el Fondo de Cultura Económica con un título que golpea existencialmente: Tarde o temprano. No existe el momento exacto. Una dedicatoria que me abruma: “con cariño, admiración y gratitud infinita por su generosidad. México, 2007”. Puedo aceptar el cariño, pero la admiración sólo podía ser fruto de la extrema generosidad del poeta. Con pocos escritores tuve una aproximación tan profunda, una complicidad tan evidente, una amistad tan poco expuesta al mundo. La amistad, como la erudición, se debe tener, pero no exhibir. De los maestros mayores, sólo compartí esa intimidad serena, apasionante, silenciosa, incluso distanciada, con Pacheco, con Aleixandre, con Umbral, con Robbe-Grillet.
Poco antes de la dedicatoria había yo escrito unas líneas a las que vuelvo ahora. Recordaba a José Emilio Pacheco en su ambiente y refugio. Rebusco en los cajones y encuentro aquel escrito. Leo mis palabras de entonces:
…Surge entre una montaña de libros en una casa que es en sí una cordillera. Un estrecho pasillo se llena de cuadros y de la sonrisa amplia de Cristina, su mujer, alma de un poeta tímido que se esfuerza con naturalidad por complacer a su interlocutor. Los libros hacen breve y cerrada sobre sí misma  esta casa del final de la Colonia Condesa y el visitante duda sobre la posibilidad de que en ella pudiese sobrevivir en tiempos toda la familia.


Un poema de José Emilio Pacheco dice: ¿Fueron felices para siempre? / Claro que no, tampoco importa demasiado. Esa conciencia de la fatalidad preside toda la obra del gran poeta mexicano. El fresco del paseo de la reforma ha muerto asfixiado; todos los países muestran una pinacoteca de sanguinarios ladrones; se dejaron de ver las montañas desde la ciudad pero, al fin y al cabo, son atroces volcanes; nada persiste contra el fluir del día; el lenguaje de las cosas es el polvo; el ocaso no anuncia sino la noche eterna.
Veo ahora, casi con pavor, los ejemplos que escogí un día. La tragedia parece dominar al poeta. O el convencimiento camusiano del ser para la muerte. Pero, lo advertía el mismo Albert Camus, ello no tiene por qué estar reñido con una moral de coraje. Si vivimos el absurdo, el absurdo es nuestra razón de vida. Como cierra el pensador francés El hombre rebelde: “En el máximo de la tensión más alta va a surgir el impulso de una flecha recta, del trazo más duro y más libre”. Y Pacheco, en la defensa de la libertad individual que busca no rendirse, nos advierte de que, cuando contemplamos un árbol ahogado en la sombra, “arde en su adentro toda una hoguera de savia”.
¿Qué se le puede pedir al poeta ―escribía yo― sino que nos descubra el sentimiento de nuestra continua desazón? La sorpresa resulta ser la evidencia. José Emilio Pacheco es el poeta de nuestra situación contemporánea en el mundo. No hay en él tanto interés por la intemporalidad como por la conciencia de la cotidianidad, de un presente que siempre llega tarde o temprano. Es una palabra mayor, definidora, exacta. No porque pretenda expresar la transcendencia, sino porque su ser indicativo lo hace transcendente.
Cuando uno llegaba a la esquina de Choapan y bajaba del auto, esperaba a ver en la puerta el rostro sonriente de un poeta que, por su convencimiento de haber cometido un error fatal que ni él mismo conoce, cuadraría bien con Cervantes. Escribió en un poema que, ante el agobio de la desventaja (la del hombre frente a dios o frente a la ignorancia suprema) queda la alternativa de ser bufón o ermitaño (bailar al son que tocan o encerrarse en uno mismo, junto al pensamiento propio, en el silencio). Pero él afirma que, frente al no saber, al no entender la vida en su ser más profundo, preferí volverme invisible. Antes del big-bang no hubo tiempo; ¿cómo puede entonces hablarse de un “antes”?
Tarde o temprano. Sólo alcanzamos a saber lo que dice el poeta: Quién nos iba a decir en aquel entonces / cuándo, cómo y en qué lugar / la hoja y yo nos encontraríamos / en un puñado de polvo.

lunes, 23 de noviembre de 2015

Juan Gómez Macías, pintor en la Bahía

Cada uno cuenta la feria según le fue en ella y la vida no es sino una gavilla de recuerdos incapaz de despejar la realidad. Por eso, cuando echamos la vista atrás, no percibimos las páginas vivas de un manual de historia animado, como si de una película de cine se tratase, sino algunos celajes de impresiones que sostuvo la memoria a la manera del papel pintado puesto de fondo en un belén. Y uno, entonces, se reconoce como cualquiera de las pequeñas figuritas de barro que carecen de nombre.
Mi padre, paseando por el campo seco y amarillo de Jimena, entre el monótono canto de las cigarras y el huir de las lagartijas, me contaba en ocasiones anécdotas de Gabriel Baldrich en el hospital de guerra de Alicante, en 1937. Juntos habían acudido al Ateneo para conversar con Miguel Hernández. Paladeaba yo mejor el recuerdo de los días pasados en la playa de la bahía algecireña. Y él recitaba entonces un soneto de José Luis Cano: “Ligeros, amorosos, sibilinos / aires del sur que al viento desnudáis / vuestros dorados labios ambarinos…”. Por la tarde, le veía cómo tomaba café con un jovencísimo guardia civil, José Riquelme, que escondía en el tricornio un librito de poesía de la colección Adonáis.
Al atravesar la plaza del mercado de Eduardo Torroja, cuya cúpula valientemente lanzada bendecía los alimentos que vamos a tomar, me explicaba que por allí naciera Adolfo Sánchez Vázquez, el principal filósofo marxista español, quien embarcase en Sète, sintomáticamente el pueblo francés donde Paul Valéry escribiera “El Cementerio Marino”, junto a Pedro Garfias, Juan Rejano y tantos otros españoles leales a la República, en el famoso viaje hacia el exilio del barco Sinaia. Desde México enviaba poemas tremendos de rabia y decisión: “Al dolor del destierro condenados / —la raíz en la tierra que perdimos— con el dolor humano nos medimos, / que no hay mejor medida, desterrados”.
En La Línea, donde acudíamos a buscar en la librería Tavera libros prohibidos  y llegados a través de Gibraltar, me comentaba el entusiasmo de Ángel María de Lera, pues en la falda de la colina de Jimena, por donde habíamos paseado, creyó quemar mi padre sus últimas banderas. En Tavera hojeamos cierta tarde una revista que hacía, con entrega y devoción, el recién fallecido Manuel Fernández Mota.
Habría sin duda más nombres. No lo dudo. Creo recordar a un maestro de escuela murciano, que venía al bar de mi abuelo para leer a mi padre algunos poemas sociales. Habría más nombre, digo, pero los celajes de mi memoria no dibujan otro fondo para el nacimiento. Yo sentía que la cultura, y sobre todo la poesía, pertenecían al mismo mundo que en mi casa madrileña se respiraba. Pertenecía al aire de lo clandestino.
Un día mi papel pintado fue recibiendo más estrellas. Unas fueron estrellas fugaces, pero otras permanecieron fijadas para siempre. Surgieron todas ellas dela centralidad del margen. No es cuestión ahora de citar nombres que quitarían resplandor a la estrella más generosa. Todos ellos saben aquí implícitos. Había un pequeño mundo bullendo, de Tarifa a Algeciras, de San Roque a Gibraltar, de Jimena a Palmones.
Un mundo de libros y de pinturas, de relatos y poemas, de escenarios y músicas. Pequeño, pero fuerte. Intenso y silencioso, pero no encerrado en sí mismo, sino a la vez clausurado en la voz baja y abierto al mundo. Iba y venía en el ferry, cruzaba el monte a caballo, tendía la mano a los huidos, paseaba la orilla, jugaba sobre dos continentes y cuatro lenguas.

Y sosteniéndolo todo, entregando su voz al mundo, luz al ciego, tacto al mano, pensamiento al lerdo, decisión al indeciso, verdad al errado y conciencia al dormido; dando belleza a todos, extrayéndola de la clandestinidad, como un atlante, en cada mano una columna, estaba, está y permanece, Juan Gómez Macías. El pintor. El poeta.

Que sepa que ha tenido y tiene la razón.

sábado, 21 de noviembre de 2015

Agustín de Foxá, de poeta a calle

Se discute en estos días, por los concejales madrileños, qué calles deben cambiar de nombre, con objeto de borrar el pasado franquista. Esto recuerda a la comisión, de la que formó parte Manuel Machado como funcionario destacado del Ayuntamiento, que tuvo encomendada esa misma función en 1939. Precisamente el poeta discutió la conveniencia de que la Gran Vía llevase el nombre del fundador del partido fascista y filonazi Falange Española, con el argumento de que la gente seguiría llamándola del modo tradicional, pero no le hicieron caso. La común dudosa cultura de los políticos suele brillar en estos casos, confundiendo unos nombres con otros o demostrando su pobre espíritu democrático, que debería predicar el respeto por los demás.
Entre los que pueden perder su calle está el poeta y novelista Agustín de Foxá, que firmaba “Conde de Foxá”. Ya esto último hace pensar en que era una antigualla viviente, aunque no fuera mal poeta. Fue, eso sí, una pluma viperina que consiguió en ocasiones páginas memorables. Así, la escena de su novela Madrid, de corte a checa, una obra repleta de odio, cuando el rey Alfonso XIII se distrae en el tiro a pichón y, al otro lado de la valla del club, unos chiquillos esperan que no falle para poder llevarse el pájaro a casa y comer un día carne. Fue también uno de los autores del himno falangista, que se escribió en comandita. 
De su pluma malévola es ejemplo el artículo “Los homeros rojos”, que publicase en el ABC de Sevilla el 13 de junio de 1939. Es una página olvidada que empieza: “Sender, Herrera, Benavides, Falcón, en la prosa; Alberti, Cernuda, Miguel Hernández, Altolaguirre, en el verso, son los triste Homeros de una Ilíada de derrotas”. Considera que el gran poema sólo pueden escribirlo los héroes vencedores. “Para el crimen entre las vallas de un solar, para la huida del Tajo, para las minas de topo contra el Alcázar, bien está en prosa vil y este verso surrealista”.
Él, que presume de escritor moderno, describe la poesía de los autores que permanecieron leales a la República como “químicamente pura, deshumanizada y tenía que concluir en el marxismo, concepto helado, simple esquema intelectual de la vida y el ala del hombre”. Para luego afirmar, con toda desvergüenza y falsedad: “Una poesía jugosa, intuitiva, […] con piel y sangre y con misterio, debía, en cambio, surgir en nuestras trincheras”. La preparación de la antología Poesía  de la guerra civil española. Antología (Sevilla: Fundación José Manuel Lara, 2006) me permitió comprobar la frialdad y el retoricismo de la poesía de los poetas franquistas durante la guerra, de Eugenio d’Ors a Dionisio Ridruejo. Pero Foxá insiste cínicamente: “Desarraigados de la Patria, teniendo que cantar el plan quinquenal o el movimiento stajanovista, sin ninguna norma moral, los poemas de Alberti, de Cernuda, de Miguel Hernández, son unos poemas de laboratorio, sin fuerza ni hermosura, equívocos, cobardes y llorones”.

Siempre he sido contrario a que los centros públicos o las calles se dediquen a personas vivas. En los demás casos, conviene dejar pasar un tiempo prudencial para ver si los personajes se integran realmente en la cultura y en la historia nacionales. Los políticos van siempre, en cambio, a lo inmediato; tal vez tenga que ser así. El cinismo, la malevolencia, el clasismo patente en algunos de sus poemas, la escasa ética crítica y literaria hacen de Agustín de Foxá una persona no suficientemente digna para nombrar una calle madrileña. Sin embargo, no todo es desdeñable en su obra literaria y, en cualquier caso, un país tiene también que asumir su propia historia. Y no conviene responder al odio, con más odio. Mejor es que la indiferencia de las gentes les haga preguntarse, ¿quién sería el tal Foxá? Así, en lugar de tener la calle su nombre, Foxá pasaría a ser tan sólo un nombre de calle.

sábado, 31 de octubre de 2015

Literatura, Historia y Testimonio

El 16 de enero de 1892, Gustave Flaubert, el gran novelista francés del siglo XIX, le escribía a su amante y confidente Louise Colet que había en él, “literariamente hablando, dos figuras distintas”. La una estaría prendada del lirismo, “de los altos vuelos del águila, de todas las sonoridades de la frase y de los cúlmenes de la idea”. La otra, en cambio, “hurga y escava todo lo que puede” y le gusta “resaltar con la misma intensidad tanto el pequeño suceso como el grande”, y “quisiera hacer sentir casi materialmente las cosas que reproduce” (Gustave Flaubert: El hombre-pluma (selección de cartas a Louise Colet); Madrid: Funambulista, 2014).
Flaubert no está manifestando tan sólo una contradicción personal según la cual quisiera, por un lado, hacer una literatura basada en la fuerza e independencia del estilo y, por otro, escribir una obra ligada estrechamente y sin mayor elevación a la realidad de las cosas. Manifiesta una tensión que, desde la Revolución francesa, viene incrementándose entre una literatura preocupada por la función filosófica del lenguaje, interpretadora de la razón del individuo en el mundo como ser pensante, y una literatura de la transparencia. Esta tensión sustituía en el espectro ideológico, la desigualdad de las clases sociales, en teoría liquidada por el pensamiento revolucionario, por la formalización de una aristocracia intelectual. Así, el mismo Flaubert escribe a Louise: “Entre la muchedumbre y nosotros no hay ningún vínculo […]. Es preciso, haciendo abstracción de las cosas e, independientemente de la humanidad que reniega de nosotros, […] encerrarnos en nuestra torre de marfil”.

Creo que es importante plantear esta cuestión al hablar de Literatura e Historia, porque hay un problema inicial que los historiadores suelen obviar: qué literatura, y de qué época, puede retener su atención y con qué finalidad. No existe una literatura, sino un conjunto variable de enunciados que, por algún motivo, resultan en un momento aceptados como literatura y otros, o los mismos en tiempo o contexto distintos, que no lo son. Pensemos, por ejemplo, en qué criterios llevan a un libro sobre el juego del ajedrez a integrarse, según los manuales, en la literatura medieval, pero nunca en la contemporánea. ¿Podría un historiador hacer uso de él? Y si lo utiliza, ¿el motivo es que sea una obra literaria o que trate del ajedrez?
Claro que lo mismo podría decirse de una novela de Benito Pérez Galdós. ¿Al historiador le importa porque es una novela o porque trata de la vida madrileña en torno a la Plaza Mayor? Se me contestará que por el segundo motivo. Por lo tanto, desde el punto de vista de la literatura es absolutamente indiferente. Importaría lo mismo si el historiador utilizase la inscripción de elogio a Fernando VII que figura en una fuente pública de la madrileña calle de Toledo.
Pero volvamos atrás. Flaubert opina que “las obras más bellas son aquellas en las que hay menos materia” y, por eso, añora escribir un libro sobre nada, […] un libro que, si fuese posible, casi no tuviese ningún tema o, al menos, el tema fuera casi invisible”. Por eso puede afirmar que “El talento de escribir no consiste, después de todo, nada más que en la elección de las palabras”.
El historiador puede desechar esa literatura tan literaria, tan poco realista pero, no nos olvidemos, las citas pertenecen a cartas escritas por Gustave Flaubert, cuya obra novelística, empezando por Madame Bovary, se ancla en las preocupaciones y la sociedad de su tiempo. Resulta obligatorio pensar que, por muy aparentemente realista que sea la obra literaria, algo habrá en ella de esa aspiración última del autor a escribir una novela “sobre nada”. Es decir, conviene plantearse cuáles son los límites del realismo, de la correspondencia entre hechos y vida social y novela, cuál es la posibilidad del testimonio. Porque al historiador, lo que le importa es el documento, es decir, lo que haya en la literatura de testimonio.

Sucede que el concepto de testimonio no es tan claro como pudiéramos creer. Porque cada uno, y especialmente cada época, prioriza los aspectos que deben testimoniarse. Está claro que, en literatura, el testimonio es la declaración de lo que se ha visto, presenciado o escuchado, con el fin de explicitar la verdad. Pero el acto literario de testimoniar, si bien dominado por un sentido ético que responde a principios temporales, tampoco se libera de las fórmulas retóricas que delimitan en cada época la literatura. Quien testimonia aspira a cumplir una función social en virtud de su integración en el sistema, y ello es origen de lo que decide exponer, pero esa integración sólo se obtiene a través de los modos de organizar el discurso. 

sábado, 24 de octubre de 2015

Blanco White y su lucidez

José María Blanco, aquel sacerdote ilustrado que huyó a Inglaterra cuando las tropas napoleónicas invadieron España, es conocido por su abandono del catolicismo y su posterior defensa de posturas protestantes. Pero es preciso que lo conozcamos también, además de por su obra literaria, por su continua lucha contra la intolerancia o por su clara visión del problema de España.
En 1810, desde las páginas de un periódico que editaba en Londres, El Español, ofreció una definición de nuestro país nada desdeñable para la actual Constitución: “La España es una nación que se puede decir agregada de los reinos que la componen”. Y para esa España de la heterogeneidad, para esa nación de naciones, hubiera querido Blanco White (recordemos que, miembro de una familia inglesa emigrada a España, retradujo su apellido sin perder el de bautizo) “un gobierno feliz e ilustrado” que supiese, por medio de leyes adecuadas, hacer “olvidar a los pueblos las preocupaciones de rivalidades antiguas”. Un gobierno, pues, capaz de sacar a la luz, de desarraigar las hondas raíces de los desacuerdos existentes entre los pueblos hispánicos.
José Ortega y Gasset diagnostica la enfermedad de España: la tibetización. Dicha enfermedad consiste en la “hermetización de nuestro pueblo hacia y frente el resto del mundo, fenómeno que no se refiere especialmente a la religión, ni a la teología, ni a las ideas, sino a la totalidad de la vida”. Y Ortega lo aclara aún más: “hermetización hacia todo lo exterior, inclusive hacia la periferia”, incluyendo en la periferia las colonias americanas cuando las tuvo España.
La hermetización, la tibenización con palabra de Ortega significó históricamente la separación de los españoles en dos grupos. Los ortodoxos y los heterodoxos. Los centralistas y los autonomistas. Y si daño han ocasionado los que provocaron tales dicotomías y las mantuvieron, más daño hicieron los que proyectaron unas sobre otras. Las grandes tragedias nacionales surgieron cuando nos intentaron convencer de que todas las oposiciones se resumían en una: ortodoxos-nacionalistas-totalitario-centralistas, contra heterodoxos-europeístas-liberales-autonomistas, sin comprender que se podía ser ortodoxo y autonomista o europeísta y centralista, etc. La reducción es, al fin y al cabo, una intolerancia más.
José María Blanco White siempre combatió la intolerancia. Primero la de la jerarquía católica. Luego la de la jerarquía anglicana. Siempre la del autoritarismo político, aunque viniera vestido de uniforme francés. Porque Blanco era consciente de que la paz, la convivencia, la felicidad, la cultura, el ser humano pleno, al fin, sólo son posibles en la libertad, el respeto y la tolerancia. De ahí que repitiera. "Dejad que todos piensen, todos hablen, todos escriban, y no empleéis otra fuerza que la del convencimiento".

martes, 6 de octubre de 2015

Nuevo libro

       Anuncio la edición de un nuevo libro de teoría e historia literarias titulado Juguetes de un dios frío. Literatura, historia e ideología. Reflexiona el volumen sobre la literatura como práctica y sobre las condiciones ideológicas y sociales de esa práctica.




     El libro, dadas las dificultades que ya todos conocemos para la distribución de obras de este tipo, puede obtenerse, además de en algunas librerías, en la página web de la editorial: www.devenir.es o a través del correo electrónico pastorj@telefonica.net


miércoles, 12 de agosto de 2015

Reflexión desde mi poesía. Tres

Hace unos años, el profesor Túa Blesa organizó, en la Universidad de Zaragoza, un congreso sobre poesía española contemporánea en el que leí el texto que vengo publicando en el blog. Por razones diversas no pudo al final publicarse el libro previsto.

La lengua es el medio y el campo más mayoritarios. Es lo que todos, en una comunidad que llamamos lingüística, compartimos. Mas las palabras compartidas por todos necesitan ser lo suficientemente limadas —que decía Aleixandre— como para convenir a todos y no herir a nadie. Ya ha quedado claro que la generación poética surgida a mediados de los sesenta estuvo muy preocupada, obsesionada, por el lenguaje. Algún crítico la denominó precisamente así, “generación del lenguaje”. Todos los poetas se preocupan, claro es, por la palabra, pero la característica nuestra es la reflexión teórica que se confiesa abiertamente, como resumió en un verso brillante Guillermo Carnero: Mas recibí la flecha que me asignó Jakobson. Antiguo y moderno, teoría y práctica, seriedad e ironía. Creo que todos compartimos estos intereses.
El poema necesita huir de las palabras gastadas porque hay, debe haber, en él algo de descubrimiento. Pero tampoco puede el poema prescindir de esas palabras porque, sin ellas, no habría posibilidad de comunicación, como demuestran los cantos finales de Altazor, de Vicente Huidobro.
El símbolo es un retorcimiento semántico del vocablo para extraer un significado nuevo, recién nacido en el poema. Así obtenemos el nombre exacto de las cosas, de nuestras cosas propias, únicamente nuestras. Artificio que produce la verdad poética.
La técnica del poema tiene que ofrecer los enganches que sirvan de clave al lector para facilitarle la comprensión, el placer del descubrimiento y la apropiación. De esa forma, las cosas del poeta, manifestadas por la palabra exacta, se convierten en cosas del lector. Así de simple. Así de complejo.
Ustedes, lectores, son los que juzgan y deciden si, en mi obra poética, eso se consigue o no. Cuenta Juan Ramón Jiménez, en un texto de Por el cristal amarillo, que un moguereño quiso pintar la fachada de su casa y pasó a ver al vecino de enfrente para pedirle opinión y consejo. El vecino le contestó que él era el dueño de la casa y que él decidiera. A lo que el aseado moguereño respondió: “Sí, la casa es mía, pero quien la va a ver todas las mañanas al levantarse es usted”.
También ustedes son los que pueden ver mis poemas. Ya me gustaría que se encontrasen en ellos; que con y en ellos ejercieran su propia libertad.