miércoles, 16 de mayo de 2018

lunes, 14 de mayo de 2018

Para la historia de nuestra literatura 2

                                             Libros olvidados de Guillermo Carnero.


El forzado y la escritura

En un cuento famoso, “El mejor relato del mundo”, Rudyard Kipling presenta a un joven londinense que, gracias a la metempsícosis, le narra al escritor fragmentos de la historia de un esclavo griego en galeras relatada por él mismo. Incluso transcribe sobre un papel, en un griego sumamente corrompido, “las cosas que los hombres seguramente inscribirían en los remos con el borde mellado del brazalete”. Y la frase transcrita es: “Han sido muchas las veces en que me ha vencido la fatiga en este desempeño”.

Son unas palabras misteriosas que nos nos permiten saber, dada la falta de contexto, si la fatiga le vencía en su trabajo de galeote, en el esfuerzo para escribir en el remo o en alguna otra labor. Si fuera la primera posibilidad, carecería de interés literario, pues resulta obvio que el trabajo de los forzados del remo tenía que ser absolutamente agotador. Nada justificaría escribirlo, ni siquiera para un escritor no profesional. Pero en las otras dos posibilidades, y especialmente en la segunda, se dibuja una atrayente escena en la que el penado, oculto a las miradas del capataz que, látigo en mano, vigila, traza con grandes dificultades, retorciendo tal vez la muñeca de su brazo para conseguir que la tensión de la cadena que lo retiene al remo no le impida grabar la frase en la madera. Imaginamos el metal penetrando aún más profundo en la llaga del brazo y la lentitud con la que cada rasgo de la escritura se marca en la superficie brillante por el paso, una y otra vez, de las manos del remero y el agua o el sudor salados. 

Tanta dificultad se debe a que no figura entre las ocupaciones del galeote escribir reflexión alguna. Ni siquiera cuenta éste con un horario previamente establecido para su trabajo esclavo. Aún así, este inalcanzable personaje de Kipling saca tiempo de algunos descansos y roba minutos al sueño deseado y vitalmente necesario para escribir que, en numerosas ocasiones, no ha podido culminar el desempeño de su escritura. Conocemos de él una única frase, una frase maravillosa para iniciar un relato, mas carecemos del relato que debería haberse escrito antes. Porque la frase, aunque hermosa para el inicio, significa que su escritor concluyó al fin y con dificultades inmensas su labor. Pero Kipling, su personaje y nosotros, sólo poseemos el testimonio de su final.

domingo, 13 de mayo de 2018

Para la historia de nuestra literatura 1

El poeta malagueño Francisco J. Carrillo es sin duda el único poeta español que de verdad vivió el mayo parisiense del 68.

Al final del primer poema del libro leemos:


Que uno bajo el pupitre atrinCHErado
mordíase la lengua. Ya era rebelión.
La paz sin un collar de perlas
(locura, neurosis y finales seguros...)
ya florece distinta en el anhelo. 




Para la historia de nuestra literatura 0

Empiezo una serie de entradas en el blog EL PASAVANTE que se van a limitar a recoger cubiertas y dedicatorias de libros de mi biblioteca personal en ediciones no siempre bien conocidas. Cuando el volumen no figura entre los míos lo indicaré expresamente.


     Leopoldo de Luis (entonces Leopoldo Urrutia) y Gabriel Celaya (entonces Rafael Múgica) se conocieron en Madrid, a principios de 1936. 
     Tras la guerra civil, ya en la segunda mitad de los años cuarenta, recuperaron la amistad, que permaneció inalterable hasta la muerte de Celaya.

domingo, 5 de marzo de 2017

Significación de Rubén Darío



El centenario de la muerte del gran poeta Rubén Darío debería haber servido para reconsiderar el significado de su obra, en lugar de seguir repitiendo que renovó la métrica y que fue el primer poeta moderno en lengua española. Y ello porque ni renovó totalmente la métrica ni fue el primer poeta moderno.

En el caso de la crítica académica latinoamericana la explicación radica en el convencimiento de que el Modernismo es un movimiento literario fundacional (lo que sin duda es cierto) y, por lo tanto, nada o muy poco le debía a la poesía española del siglo XIX. En el caso de la crítica académica española, sólo puede entenderse porque la separación creada entre los especialistas en Literatura Hispanoamericana y los de Literatura Española hizo que el conocimiento de los campos administrativamente ajenos haya sido escaso.
La renovación métrica la había llevado adelante en España José Zorrilla, cuya obra extensísima demanda una revisión a fondo. Pese a la labor “cotidianizadora” de los poetas realistas, como Campoamor y Núñez de Arce, que pareciera haber unificado todo, la larga vida del poeta del Tenorio le permitió investigar profundamente sobre ritmos, sonoridades, léxico y ambientes. Ello posibilitó la labor de los poetas relegados bajo los marbetes de post-becquerianos o pre-modernistas. Por eso, Leopoldo Alas “Clarín” ponía distancia ante los creadores de bulevar, que decían hacer algo nuevo y sólo repetían lo ya escrito en los años ochenta; o el inteligente Timoteo Orbe le advertía al jovencísimo Juan Ramón Jiménez que fuera precavido con los “poetas mercuriales” (de la revista Le Mercure de France, llevada por el grupo de poetas simbolistas) o aquellos otros de “la joven América”.
¿Qué entendemos por modernidad poética? Los franceses lo tienen muy claro: la que se inicia con Charles Baudelaire. Desde una visión europea, no podríamos dejar de lado a Heine, quien impone el poema breve que defendía (sin escribirlo) Edgar A. Poe. Desde la lengua española, la brevedad, la concisión y el concepto de símbolo que tiene Gustavo Adolfo Bécquer son fundamentales. Si en Baudelaire encuentran origen los movimientos parnasiano y simbolista franceses, en Bécquer se fundamenta (como vieron Juan Ramón y Antonio Machado) el simbolismo español.
En la historia de la poesía moderna, el Parnasianismo, poesía de la exterioridad, responde a un estadio anterior al Simbolismo, poesía de la interioridad. De hecho, es el Simbolismo el origen de la poesía del siglo XX y en él militarán sus mejores poetas (como José Ángel Valente). En el caso español, sólo vuelve a aparecer el carácter parnasiano en la poesía reaccionaria historicista de José María Pemán y, por ello, en la de algunos poetas franquistas de la guerra y de la primera posguerra, en el sorprendente libro Alegría, de José Hierro (en tendencia pronto abandonada por el autor), y, en la crisis de mediados de los años sesenta, con Arde el mar de Pedro Gimferrer y sus seguidores.
Rubén Darío leyó al Verlaine simbolista cuando Juan Ramón y Antonio Machado le prestaron los libros. Había leído, eso sí, al Verlaine anterior a Sagesse (1880). Admiró pronto a Martí y a José Asunción Silva. Que su pensamiento estético no estaba tan definido es que, el mismo año de Azul, libro generalmente citado como fundador del Modernismo, escribió el poema “Al obrero” (“Canto al obrero: su afán / y su brazo y su tesoro; / trabajando gana el oro, / el oro, padre del pan.”; dice la primera estrofa).
El primer poeta americano que demostró en España entender el Simbolismo y saber de él fue Francisco de Icaza, hombre de cultura y diplomático mexicano. Su influencia en la concepción de la poesía simbolista española parece clara. La de Darío se manifiesta en poetas parnasianos, como Manuel Machado, Francisco Villaespesa, Eduardo Marquina…, que no constituyen el esqueleto de la poesía importante española del siglo XX. En Juan Ramón Jiménez, poco queda de Darío más allá de 1905, y en Antonio Machado sólo encontramos rasgos esporádicos de aquella belleza exterior que hiciera famoso al nicaragüense.
Pero Darío aportó algo muy importante, además de la calidad intrínseca de su poesía: la figura de poeta. Rubén era principalmente eso, poeta. Su vida se regía por el convencimiento de que existe una mirada poética del mundo que permite contemplarlo como una conjunción de tensiones; cuando su coherencia no se percibe sólo puede resistirse con la acción o a través de los paraísos artificiales, sean éstos promovidos por la droga o por el alcohol. La búsqueda esencial de la poesía delinea un comportamiento humano que no ofrece duda alguna de su fin revolucionario.

Darío no se deja vencer por la belleza de las palabras. Insiste en que son signos de valores, nunca valores. La búsqueda de la verdad a través del poema y el incorruptible pensamiento político que ello conlleva fueron la gran lección que de él aprendieron los poetas y que en él admiraron. Porque, según afirmaba, el cliché verbal sólo esconde el cliché mental.  

Echegaray

Ya saben ustedes: la verdad es la verdad, la diga Agamenón o su porquero. Yo, sin embargo, no estoy del todo seguro.
¿La verdad es la verdad o la verdad es la idea que en un momento llega a imponerse?
¿Echegaray era un respetable autor dramático o un soberano imbécil, como pretendiera Ramón del Valle-Inclán.
Los simbolistas, los modernistas, la llamada en el entorno de 1900 “gente nueva”, los encerrados bajo el marbete del 98, cumplieron con un deber casi freudiano que fue procurar enterrar a la generación de sus padres.
Casi lo consiguieron porque recordemos cómo Valle-Inclán acabó tratando a Benito Pérez-Galdós. Algunos reconsideraron sus posiciones juveniles y, así, Azorín buscó la forma de recuperar lo más válido de Campoamor, como de algún modo también hiciese Antonio Machado.


Sin embargo, un baldón pesadísimo cayó sobre la persona y la obra de José Echegaray y no parece haber fuerza en el mundo para levantarlo. Mejor dicho, no parece haber fuerza ni siquiera para reflexionar sobre si se debería o no levantar la losa que lo cubre.
Es verdad que en España lo peor que se puede ser es Premio Nobel. De hecho yo he decidido no aspirar a obtenerlo. ¿Se han dado cuenta de que no hemos admitido claramente ninguno? Echegaray fue tachado de imbécil. Contra el premio de Benavente se organizaron manifestaciones. Cuando Juan Ramón Jiménez, un periodista preguntó si el premiado era él o el borrico. La siguiente vez se aseguró que la Academia sueca no se había atrevido a premiar a Alberti, al fin y al cabo comunista, por lo que escogió a Aleixandre. Y cuando Camilo José Cela se llegó a escribir que el Premio Nobel se había desprestigiado para siempre. ¡Caray, es que la Academia sueca parece no acertar nunca con nosotros!
Ahora bien, eso sí, los premiados extranjeros nos parecen estupendos. Vamos a tener que pedir el ingreso en la francofonía, porque los franceses, por ejemplo, se alegran siempre de sus premiados ya que saben que ello redunda en beneficio de todos.
Alguien dijo que la envidia era el gran pecado nacional. Mucho de envidia hubo en la manera de tratar a Echegaray y a su teatro.
Claro que había en la personalidad de José Echegaray muchos rasgos capaces de levantar esa envidia escandalosa.
¡Cómo se le puede consentir a un burgués rico, ingeniero, profesor en la Escuela de ingeniería, autor de obras científicas reconocidas, político, creador del Banco de España, buen economista, respetado por esas actividades en todos los países de Europa, cómo se le puede consentir –repito– a un personaje de esa ralea que decida un día, sin previo aviso, como afición, empezar a escribir dramas, así, por gusto, y consiga de golpe aquello que los dramaturgos profesionales buscan sin conseguirlo años y años! ¿Cómo admitir que un parvenu, triunfador en la vida social, obtuviera además un éxito indiscutible en los escenarios de toda Europa hasta el punto de conseguir el Premio Nobel? Tal vez, pensémoslo bien, ni siquiera perteneciese inicialmente a la Sociedad de Autores ni a ninguna otra sociedad, asociación, club, montepío o sindicato de escritores? ¡Un escándalo!

Os pido que suprimamos la mirada heredada de la envidia antes de acercarnos a la obra de José de Echegaray (del que ni siquiera nos hemos preocupado de recoger las obras completas). Comprenderemos que el éxito se debió a que supo expresar los miedos de la burguesía española de su época. También supo ridiculizarla porque sus miedos eran, pese a su fuerza social, ridículos, de tan escaso aliento como sus aspiraciones. Pero comprender no puede significar admitirlo todo.