miércoles, 12 de agosto de 2015

Reflexión desde mi poesía. Dos

Hace unos años, el profesor Túa Blesa organizó, en la Universidad de Zaragoza, un congreso sobre poesía española contemporánea en el que leí el texto que vengo publicando en el blog. Por razones diversas no pudo al final publicarse el libro previsto.


Debo agradecer por encima de todo —y me gusta hacerlo aquí, en Zaragoza—, la defensa que mi poesía hicieran, desde época temprana, tres poetas aragoneses: el malogrado Julio Antonio Gómez, Ángel Guinda y Rosendo Tello Aína. Poco después, buscaron integrarme en el —llamémoslo así— canon generacional mi entrañable Jenaro Talens, Francisco Díaz de Revenga, Andrés Sánchez Robayna o José María Balcells. A veces, sin embargo, la mala suerte parece haberme perseguido. Así, el maestro Gerardo Diego escribió un generoso artículo sobre mi primera poesía, pero los editores de la prosa completa —¡vaya por dios!— se han olvidado de recogerlo. O la autora de un libro sobre la presencia de los poetas surgidos en los años sesenta en las distintas antologías manejó ejemplares a los que debía faltarle el cuadernillo en el que figuro. De todas formas tampoco reclamo nada. Mi independencia me ha traído pequeñas desilusiones pero también una tranquilidad absoluta. A la vez, me ha permitido desarrollar una poesía, con mejores o peores resultados, de modo personal, acendrando cada vez más el sentido del poema.
No debo convertir estas páginas en una lista de elogios y agravios, entre otras cosas porque no hay agravio alguno. Si mi obra merece ser subrayada, lo será. Si no lo merece, lo mejor es que no se hable de ella. Tampoco soy tan importante como para exigir nada. Simplemente soy.
Decía líneas atrás que no nací sabiendo. Sí supe pronto que quería acercarme al poema porque, en su escritura, me encontraba a mí mismo y me sentía libre. A partir de un momento vi con claridad que tenía que conseguir el paso fundamental: en el poema el lector debe encontrarse a sí mismo y sentirse libre. Se trata de un cambio de dirección importantísima. Es exactamente eso lo que justifica —no la escritura del poema, que lo hace en la propia vivencia del poeta— sino su publicación. Tuve que separar también el transcurrir biográfico privado y la escritura poética. La una depende del otro, pero la biografía no puede así, sin más, abocar en el poema.
En el poema, una experiencia sentimental y vital, por medio de una técnica (en mi caso, como componente de esa técnica, es muy claro en los últimos libros el uso de la tercera persona del singular), se ofrece a la manera de un campo de operaciones para un lector. Y el poema importa, no tanto por la experiencia escritora, sino porque permite una experiencia lectora.
Para mí, esa experiencia es la del descubrimiento del sí mismo como individualidad libre, dentro de la colectividad o no. De ahí aquella lúcida dedicatoria de Juan Ramón Jiménez, tan mal comprendida: A la minoría siempre. Sólo en la minoría es posible la lectura poética. Pero es más aún, la poesía debe descubrirnos siempre como minoría, como minoría máxima, como unidad. Aunque pudiera un día alcanzarse una inmensa mayoría de unidades. Al oído, cantártelo a solas.

Y ahora es cuando llega el símbolo.

Reflexión sobre mi poesía. Uno


Hace unos años, el profesor Túa Blesa organizó, en la Universidad de Zaragoza, un congreso sobre la poesía española contemporánea en el que leí el siguiente texto. Por razones diversas no pudo al final publicarse el libro previsto.

         Hablar de la propia obra poética siempre es difícil. No tanto por eso que se dice con frecuencia de que el poema debe explicarse a sí mismo (estaría tirando piedras sobre mi propio tejado de profesor y de crítico), sino porque la conciencia del poeta es menos conciencia histórica que lucidez del instante.
No creo que el poeta sea —como se dijo de Cervantes— un ingenio lego. Sabe lo que hace y por qué. Pero ello no significa que el poema sea un ejercicio (una práctica) de la teoría. El poema surge en su escritura como una manifestación natural de una reflexión asumida, interiorizada. La primera redacción del poema (y digo bien la primera redacción) puede durar escasos minutos, pero sólo ha sido posible por un madurar prolongado que, en algunos poetas, como Bécquer o Juan Ramón Jiménez, pudiera haberse prolongado varios años. Más tarde vendrá la corrección, proceso al que, a su vez, le cabe ser muy largo. Si se me permite acudir a un símbolo conocido, también la rosa se abre en una noche, pero el rosal y la propia rosa cargan con una larga historia tras de sí.
Yo no he nacido sabiendo y estoy bastante satisfecho de ello. Es verdad que me estoy jugando en estos momentos que alguno piense que he aprendido, pese a los años, bastante poco. Pero, bromas y sarcasmos a un lado, he tenido las ventajas y los inconvenientes de haber nacido en un hogar en el que la poesía era importante. Mi abuelo, en tiempos joven modernista de las noches cordobesas y murcianas, era un gran lector y publicó algunos libros en ediciones de cincuenta ejemplares porque —decía— quien no tiene nada nuevo que decir sólo debe molestar a los amigos. Mi tío, José Luis Gallego, escribía poemas a Juan Ramón Jiménez desde una celda de condenado a muerte por haber pretendido reorganizar una célula comunista bajo el primer franquismo. Mi padre, Leopoldo de Luis… Bueno, mi padre es mi padre y permítanme que sólo diga de él que es una persona sensata y de criterio. Vivir en una familia como la mía tenía —tiene— ventajas e inconvenientes. Ventajas porque siempre hubo libros al alcance de la mano y opiniones sobre la poesía y los poetas. Inconvenientes porque yo, sin menospreciarla, nunca he querido escribir la poesía de mis mayores, sino la mía.
La dialéctica, y a veces la simple oposición, que ello motivara fue de efectos más dolorosos fuera que dentro. Dentro siempre encontré una crítica durísima, pero respetuosa y comprensiva con mis premisas, por erróneas que pareciesen. Fuera, se me quería leer como un continuador de la poesía de compromiso de los períodos inmediatamente anteriores (que, por otra parte, no desdeño), dejándome fuera de modo reiterado de lo que era mi propio grupo generacional.
Decía Camilo José Cela que este país es tan pobre que no da para hacerse dos ideas de la misma persona. Si yo había conocido a los poetas de los cuarenta y los cincuenta, si había oído en casa hablar de sus libros o a ellos mismos hablando de su poesía — de Vicente Aleixandre a Dámaso Alonso, de Gabriel Celaya a Blas de Otero, de José García Nieto a Rafael Morales, de Ángel Crespo a Carlos Bousoño— yo no podía tener mi propia voz independiente y, por necesidad, tenía que heredar los juicios que se emitieran sobre la poesía de mi padre. Tengo que decir, al cabo de los años, que no me importa y que, si tengo que elegir, mi elección es muy sencilla. Lo injusto, en cualquier caso, es que tuviera que elegir o, peor aún, que no se me permitiera elegir.

martes, 4 de agosto de 2015

El Romanticismo como moda

En España, el Romanticismo teatral diríase que se limita a las representaciones de Don Juan Tenorio, obra que, sin negar sus cualidades efectistas, apenas si ya se entiende desde los presupuestos de libertad anarquizante y suicida que, en teoría, pudieran motivarla. Pesa en ella más la voluntad de retomar un tema legendario que el cuestionamiento de las reglas morales. Contemplando desde Don Juan Tenorio es muy difícil comprender la verdadera importancia del Romanticismo, incluso en lo que tuvo de regreso a las prácticas originadas en el teatro de Lope de Vega, convertidas por José Zorrilla en una amalgama de posturas chulescas dignas del soldado fanfarrón, actitudes machistas y ripios sonoros.
He sostenido en otras ocasiones (como en mi antología de la poesía decimonónica) que en España no hubo realmente Romanticismo, y sí el uso de la retórica romántica. Nunca asistimos al desarrollo de una literatura que, por ejemplo, cuestionara en profundidad la organización social o intentase reconstruirla, que se plantease la relación del ser humano con el concepto de divinidad, o que reflexionara sobre la función de la escritura, salvo en la poesía de José de Espronceda. El Romanticismo fue en Europa el gran cambio hacia la modernidad y no puede limitarse a los efectos estéticos desligándolos de sus causas, como en España.
El autor (F.S.R. que, probablemente, es Federico Carlos Sainz de Robles) de la nota preliminar a una edición, en la famosa colección Crisol, de cuatro obras de Puschkin, Eugenio Onieguin, Boris Godunov, Mozart y Salieri y La Ondina, daba una definición del individuo romántico que muestra bien a las claras la confusión entre la apariencia promovida por la moda y la profundidad del modo de pensar: 
Ser romántico es hablar a grandes voces y con estudiados aspavientos; adoptar ademanes melodramáticos y gestos decepcionantes; dejarse crecer la cabellera en una melena undosa y la perilla en una punta de flecha; beber mucho; lagrimear mucho; sentirse fieramente desgraciado a todas horas; soñar estupendas barbaridades; amar frenética y rápidamente; […] creerse desenfocado y descentrado en la vida; desdeñar una porción de cosas respetables, como son la religión, el orden social, las apariencias mundanas, las costumbres honestas y lo estatuído; adorar lo fúnebre […]; perseguir con pasión cosas tremebundas; componer con el primor con que los orfebreros renacentistas trabajaron las joyas unas docenas de palabras cabalísticas como inmarcesible, luctuoso, luminiscente, errático, violáceo, etc, etc. 
Y es que en España hubo más una moda romántica, como la que busca describir el autor de estas líneas, que un pensar romántico cuestionador de las bases de la composición social.


lunes, 3 de agosto de 2015

El ser de la literatura. Uno

Formalmente no hay diferencia alguna entre un enunciado literario y otro cualquiera. O no tiene por qué haberla. A diferencia de los partidarios de una teoría de la anormalidad del lenguaje literario, he defendido siempre la coincidencia, lo que no significa que el registro literario no sea habitualmente, aunque no necesariamente, distinto de los registros informativos o científicos.
Sin embargo, solemos distinguir en la lectura con cierta facilidad el enunciado literario del que no lo es. ¿Dónde radican las diferencias si no se asientan exclusivamente en el nivel lingüístico?
Podrían radicar en la organización retórica. Sucede, sin embargo, que si en un enunciado informativo, jurídico o científico las formulaciones retóricas son necesarias, y a veces imprescindibles, para constituirlos, en la literatura no es el caso. Ésta es capaz de englobar todo tipo de registros sin dejar de ser. O bien puede decirse que cualquier enunciado puede resultar literario. Un ejemplo sintomático es la novela de Julio Cortázar El libro de Manuel, que integra noticias periodísticas traducidas de Le Monde en la prosa narrativa.
Si no es en la materialidad misma del enunciado, la tan buscada ―en tiempos― literariedad estará fuera del mismo. De ahí la importancia de un concepto renovado de texto, que se conformaría por la asunción de un contexto teórico (responda o no a cierta realidad) en el que se integran el concepto que el lector posee del emisor, el enunciado, las condiciones supuestas de escritura las condiciones reales de lectura y la personalidad lectora.
Si el sociólogo (que no teórico ni crítico literario) Pierre Bourdieu hablaba en Ce que parler veut dire (Paris: Fayard, 1982) de un “lenguaje autorizado” que, sin duda, corresponde a la institución (literaria o no). Sus observaciones son muy atinadas aunque, en cualquier caso, debe hablarse de un lenguaje autorizado en virtud de las condiciones de la enunciación. La institución jerarquiza, establece usos, límites y valores.
La lengua sólo se manifiesta a través de enunciados y éstos sólo adquieren significación al contextualizarlos. Por ello pudo decir Ferdinand de Saussure que uno de los caracteres de la lengua es el social.

jueves, 9 de julio de 2015

Carta a Guillermo. Literatura y vida.

En esta habitación en la que duermes trabajaba mi padre. Su mesa recibía en la mañana la claridad del día y, desde ella, contemplaba el cielo rojo por la tarde, como mamá te habrá mostrado tantas veces. Es muy posible que, al dormir, aún respires el eco de un poema perdido por la estancia, o un halo de inspiración que olvidase el día en que salió definitivamente hacia un hospital de versos sin retorno.
El padre de tu abuelo queda para ti muy lejos. No te haces a esas marcas que el tiempo sigue para ordenar la vida y los recuerdos. Apenas si los tienes, aún construyes la pequeña cestita en que guardarlos, huevos de la aventura, manzanas de una niña y su capucha roja. Siguen, con sus delantalitos blancos, el lagarto y la lagarta que perdieron su anillo de desposados. Te enseñó a recitar ese poema la abuelita. El poema, la abuelita, los lagartos, los delantalitos y el anillo ya forman parte de tu mundo y van contigo en la cesta de las manzanas de los recuerdos.
Escuchas muchas noches cómo una historia ajena resbala de mis labios, sigues sin gesto alguno que perturbe el momento, como si temieses que, por sentir deprisa, se perdiera un detalle sucesivo. Lees, cuando yo acabo un episodio intenso, las últimas palabras que de mi voz cayeron. Avanzamos así, yo leo y tú escuchas, tú lees y yo miro cómo los ojos buscan lo que por dentro de tu cuerpo corre ahora. Éramos tú y yo y, de repente, somos los dos un solo cuerpo que se tumba en la cama y comparte almohada con todas las palabras que flotando continúan entre los muebles, los muñecos, esa foto conmigo cuando eras chiquitito y un perfume fuerte que él usaba las mañanas y creo percibir aún tras la pintura de este nuevo tabique, de luces diferentes, de tu risa, Guillermo, que la risa y el llanto nunca pueden perderse. Queden para nosotros toda una vida larga.
En esta habitación juegas a veces a hacer magia. Todo puede ser digno de un mago. También, por el teléfono (¡qué pronto lo aprendiste!), me llamas y me dices que vuelva a leerte el cuento del potrillo negro. Y lo hago. E imagino cómo entre las nubes, los cables, el tráfico, la lluvia, atraviesa al galope mi palabra de una casa a otra, desde la mía a la tuya, desde un tiempo a otro tiempo, el mío casi gastado, el tuyo aún inocente, en su mismo principio.

Estás serio, seguro, silencioso, lamentando no poder leer a la vez lo que yo leo. Y es como el potrillo que brincase desde mi casa a ésta, que también fue la mía de niño, que abrigaba a un domador de palabras, un inventor de historias, cuyo perfume flota aún, cuyos versos resisten la pintura del tiempo, cuyos poemas surgen de detrás de los muebles. Ocupas un espacio que fue suyo y él te lo entrega ahora para tus sueños.
Un escritor es sueño permanente, magia continua, doma de los caballos de la aurora, caja de sorpresas, bosque cuyas hojas, cayendo de una en una, envuelven a un lector que, como tú, lee acompañado de su cesta de recuerdos poco a poco llenándose, ojalá que a mi lado mucho tiempo.
No saques nunca un pañuelo de una chistera falsa. Busca la fuente cierta de donde surgen los pañuelos blancos, rojos, y azules, de todos los colores. Aunque fuese un sombrero vulgar, tú puedes hacer de él la mejor chistera del mago. La magia está en tu mano. Como el poema estaba en la mano de aquel poeta anciano que no te conoció pero que supo que ibas a llegar, a pisar donde pisase, a reír donde riese, a leer donde leyera. Por eso te dejó el legado del aire y de su eco. Si un día fueses escritor, Guillermo, escribe siempre la vida, la que vivas o la que sueñes; sé verdadero contigo mismo.

Se ha terminado el cuento que hablaba de los miedos y tú me dices que el miedo no existe, abuelo Jorge, porque sólo es un cuento. Pero viviste conmigo el cuento, y no los miedos, pues sabes que el cuento es una vida que no vives, un verdad mentirosilla, un suspiro que nunca llega a llanto, que ni viento es, sino palabra nacida en tu pecho pero agarrada a la voz de tus padres, del abuelo y mi padre. Cogidos de la mano y en el tiempo, leemos todos despacio en esta habitación el cuento que escribimos, viviendo, cada día.

miércoles, 8 de julio de 2015

Gabriel Saad. Razones del poema



Se escribe poesía por multitud de razones. Las hay privadas o públicas. ¿Cuáles son las más importantes? Mi abuelo Alejandro publicó varios libros de poesía y, en el prólogo que puso al titulado Versos (Córdoba, 1915) escribió “Cumpla su modesta misión éste mi libro (del que hago una edición de 50 ejemplares) con llegar a mis amigos predilectos, a mis conocidos, para que ellos, por ser mío ―del amigo al que aman― le dispense la ofrenda de leerlo cariñosamente”. Era mi abuelo persona extremadamente culta, de buen gusto literario y gozaba de sentido común, ése que, cuando yo era niño, me repetía que era el menos común de los sentidos.
Así, gentes de cultura refinada gustan de escribir poemas que exteriorizan sus sentimientos o su modo de situarse frente al mundo. Son reflexiones o juegos con las palabras y los conceptos, que compensan personalmente de los sinsabores de la cotidianidad. No sólo estimo lícita esa escritura privada, sino que creo que sostiene la lectura poética y permite su difusión. Los poetas que llamaríamos de oficio (con términos de Serge Salaün), aquellos cuya obra ya se escribe pensando en que espera una cita con los lectores, no existirían sin esos guardianes de las esencias líricas que defienden, elogian, difunden y practican, para sí mismos y los próximos, el verso.
No hay desmerecimiento alguno, pues, en esa clasificación. Además, los poetas de oficio fueron antes (¿y por cuánto tiempo?) poetas privados o secretos, hasta que un día, la decisión suprema, la casualidad, la suerte o una mano amiga los llevó hasta el escaparate o los anaqueles de las librerías.
Desconozco, naturalmente, la voluntad del sabio profesor de literatura comparada Gabriel Saad. Tengo ante mí su libro Lugares del tiempo, publicado en 2009; ignoro cuánta poesía escribe y qué voluntad tiene de darla a conocer. Sí sé de su importante labor de traductor y de estudioso y, a través de los poemas, de algunas amistades y lecturas. Porque este libro es un discurrir de la existencia, una vividura que va dejando marcas, en francés o en español, y ensayos. Como los famosos “toast” de Mallarmé.
Poeta privado o poeta de oficio, Saad mantiene un diálogo constante con la poesía, sostiene una búsqueda que orienta su vida. Y uno de los poemas del libro me parece ejemplar. Empieza con tres versos programáticos: “Es necesario / tener muy claro / lo que se va a decir”. El ritmo impar se marca rotundo para seguir con la pregunta definitiva, y negando la sinalefa en la interrogación: “Si no, / ¿para qué escribir?”. Entonces surge un dialogante con el sujeto de estos cinco versos iniciales. Hay, evidentemente, una duplicación del yo, pues el poeta dialoga en realidad consigo mismo; su Mr. Hyde de la evidencia le contesta: “―Para encontrar / la palabra / que hace la poesía”. Los versos no responden al  mismo ritmo. Los dos primeros  juntos constituyen un octosílabo y el tercero tiene seis pies. Hemos cambiado a un ritmo par. ¿Por dónde caminará la respuesta?
El poema anterior del libro se refiere a Paul Verlaine y se dice de él: “… il avait dans la tête / Ces deux grands soucis: le pair / De ce côté-ci, l’impair / De l’autre…”. También Gabriel Saad trastabillea por esa duda, o por esos dos caminos. El verso par. El verso impar. Escila y Caribdis del ritmo poemático. El poeta, que primero caminó por el impar, que luego se preguntó desde el par, tiene que decidir. Norte o sur.
Y su actuación sólo puede ser la que el propio libro enuncia en su último poema “Preferir siempre el verso impar / nos enseñó el maestro excelso / en poesía musical”. Termina, así “Diálogo”, el poema del que venía ocupándome, decidido en su imparidad: “Esa será, / pues, / mi tarea / en este día”, donde los versos segundo y tercero deben leerse unidos, pue no es necesario que ritmo y corte versal se correspondan.
Me preguntaba yo si Gabriel Saad era un poeta de oficio o un poeta privado. ¿Dónde radica la diferencia? ¿En la decisión exhibicionista o comercial? Hay en su poesía una voluntad de enfrentarse con los problemas esenciales de la lírica. Buscar la poesía y sus modos de expresión. Eso es lo importante y, sobre todo, lo fascinante. Es la razón trascendente del poema.


lunes, 2 de marzo de 2015

Juan Bosch y el periodismo

La personalidad de Juan Bosch se muestra con una riqueza que no deja de sorprender a un contemplador desavisado. Pertenece —es verdad— a una generación que dio una serie de intelectuales que podríamos denominar “de amplio espectro”, capaces de actuar en campos diversos y siempre dejando muestra de una personalidad fuerte. Cinco años más joven que Pablo Neruda, uno más que la francesa Simone de Beauvoir, el puertorriqueño Juan Antonio Corretjer, el italiano Elio Vittorini, el brasileño Guimarães Rosa o el también dominicano Rodríguez Demorizi; un año mayor que Mújica Laínez, Lezama Lima, Paul Bowles, Jean Genet o Miguel Hernández; comparte fecha de nacimiento con gentes como Onetti, Josefina Pla, Ciro Alegría, Ernst Gombrich o Norberto Bobbio. Es decir, una generación que vio su vida profundamente afectada por el ascenso de los fascismos, la guerra civil española y la segunda guerra mundial, para comprobar luego cómo, en Iberoamérica y en otros lugares, se imponían sistemas sociales y políticos que atornillaban la denominación de mundo libre a través de políticas autoritarias, cuando no dictatoriales.
Son intelectuales lanzados al encuentro político, e incluso a la acción política directa, desde el deseo de expresar el mundo. Pasaron de querer describir el mundo, a pretender ordenarlo y a decidir cambiarlo. La acción directa les condujo a buscar el contacto con hombre común, con los individuos que hacen la vida día a día y, para ello, acudieron, salvo excepciones, al periodismo.
Es verdad que son unos años, los de la juventud de estos intelectuales, los años treinta y cuarenta, en los que el periodismo cobra una importancia especialísima. Junto a la información pura, se incorporan artículos de escritores de distinto tipo y empieza a registrarse un desarrollo del pensamiento en trabajos breves que irán sustituyendo, con su fragmentarismo, los amplios volúmenes teóricos, tanto de filosofía como de teoría política. En este sentido, la obra de José Ortega y Gasset resulta modélica, precedida unos años antes por la amplia colaboración periodística de Miguel de Unamuno. Es normal por ello, que los escritores se planteen el problema genérico y, de modo muy especial, se interroguen sobre el lenguaje y la idoneidad de los distintos estilos y registros lingüísticos.
Ante el crecimiento del cuento frente a la novela, Juan Bosch se planteó la necesidad de teorizar sobre un género hasta entonces considerado menor, y acaba publicando en 1958 sus “Apuntes sobre el arte de escribir cuentos”. Destaquemos que se publican, además, en un periódico, en El Nacional, de Caracas. Del mismo modo, necesita plantearse las diferencias entre el lenguaje literario y el periodístico, reflexión que dará lugar, el 30 de agosto de 1984, a la “Conferencia sobre periodismo y literatura”, publicada en diciembre de ese mismo año.
Bosch comienza su conferencia afirmando que “la literatura es arte y el periodismo es profesión”, frase rematada con esta otra: “La literatura es un arte, no una actividad económica”. De donde se deduce fácilmente que Bosch considera el periodismo, sobre todo, una actividad económica. Ello no quiere decir, evidentemente, que no pueda ganarse dinero con la literatura, sino que la literatura no se plantea desde un principio como una actividad profesional, incluso que, si se escribe literatura por hacer dinero, se tiene la sensación y el convencimiento que de no era ésa la finalidad primera, mientras que es perfectamente admisible, sin que nada amenace con producir sonrojo, hacer periodismo con la justificación de obtener de qué vivir.
Más allá de la cuestión profesional, el texto de Bosch deja entrever los inconvenientes que arrastra la profesionalización, casi la proletarización del trabajo intelectual, que hubiera escrito Plejanov. La profesión periodística “se ejerce al servicio de empresas que son a la vez industriales y comerciales”, dice. Por lo tanto, deducimos, ya nosotros, el periodista es un trabajador al servicio de una organización que, pudiera no obligarle a decir algo determinado pero, desde luego, no le permitirá actuar en contra de los intereses empresariales. Hubiera podido el ensayista continuar por este terreno, sin duda fácil, para denunciar una vez más la dependencia de los periodistas de sus periódicos y de cómo la firma acaba borrándose ante la cabecera. Pero a Juan Bosch le interesa algo totalmente distinto que empieza enunciándose a través de un comentario sobre el problema de la entrevista. El género era en tiempos un ejercicio de escritura, en el que el entrevistador intentaba demostrar que había captado lo esencial del pensamiento del entrevistado, pero la generalización de la grabadora lo ha convertido en la transcripción de la lengua oral. Hay que tener en cuenta que para Bosch, literato temprano, “la forma más importante y por tanto valiosa de expresión de la lengua es la expresión escrita, no hablada”. Y esto es así porque la oralidad es una expresión incompleta, que complementan la gestualidad y la entonación. Además, la lengua escrita evita las confusiones que las pronunciaciones de origen dialectal pudieran ocasionar. Bosch incluye en su conferencia algunos divertidos errores a los que conducen los fenómenos fonéticos, que no es necesario retomar aquí. Lo que importa es la defensa que hace de la escritura y la crítica que se desprende de la perniciosa influencia de la oralidad que, a través de la prensa escrita, influye en el habla popular, al presentarse con el prestigio de lo escrito.
En toda la conferencia sobre periodismo y literatura flota la preocupación de Juan Bosch por el cultivo de la lengua y por su enseñanza. Denuncia una situación que cada vez va haciéndose más grave y que, si hubiera llegado a conocerla en su estado actual habría protestado con toda su fuerza. En tiempos se requería un conocimiento serio de la lengua española para ejercer el periodismo, viene a decirnos. La técnica se aprendía con la práctica. “Hoy se hace al contrario: se enseña la técnica periodística pero no se enseña la lengua española tal como ella debe ser estudiada […], con instrucción teórica y aplicación práctica de los principios teóricos”. Entiende que el buen conocimiento de la lengua española es absolutamente necesario para ser un buen profesional del periodismo. Por eso, concluye, “lo mejor que podría hacer un estudiante de periodismo que no domine la lengua de su pueblo es renunciar a esa carrera”.